Un sardinel en ladrillo limpio, tres viejos lavaderos
apostados en un arbusto sobre el separador, una polvareda que arropa toda la
barriada, una tarde extensa que se soslaya en sí misma; un lunes que no se deja
atrapar, que es esquivo; así son los lunes vespertinos en el barrio San Marino,
animados por las músicas negras, por relatos a voz en cuello que hablan del
dolor de la partida, de la esperanza de un regreso, de la rabia que acuna una
ausencia; canciones que narran de las cosas nativas, del sabor criollo,
del melao con piña, de tu boca, tu rica boca; que no dejan de recordar que el amor artificial es la muerte cada noche y por supuesto que es
diferente conmigo; temprano ha sonado Daniel Santos con Patricia y Nelson Pinedo con Borrasca, no ha faltado Tito Rodríguez con Inolvidable o Ismael Miranda con me voy ahora en tiempo de
bolero; en tiempo de romance y mueca que le hace un pasar a la desdicha, al
infortunio y al penar; de
todas maneras poco a poco, mientras llega la noche y las luces azules recuerdan
la mar de esta ciudad, la playa que llevamos por dentro, nos va ingresando a otro
ritmo que marca otra vez el mar y yo
que nos pusimos de acuerdo para que nunca
tu nombre cruce por mi pensamiento. Que difícil que es cumplir acuerdos me
dice Wilber, eso no es como cumplir años; él está cumpliendo años y azota la melodía
con sus palmas, con todo el cuerpo.
Por ahí pasa el País de la Calle, el que muere y el que vive,
el que llora y el que ríe, el que dice amar y no lo hace, el que no lo dice
pero lo hace. El País de la Calle en el que se hace posible lo imposible porque
ahi se guarda la vida con el don que se comparte; se dá de lo que hay que es sabrosura,
no importa lo que no hay porque lo que se comparte basta para gozar. Menos mal, porque si estuviéramos en manos de
las figuritas de oficina o del malabarismo de la palabra dulce que peca de
noche y a puerta cerrada, pero reza de día y de puertas abiertas, pues
estaríamos perdidos, nada nos redimiría, ni una piel canela de negros ojos…
Expedicionando por una y otra ciudad de esas que se representan
siempre como la misma Cali, hace algunos meses me deje llevar por las calles del
barrio San Marino; una barriada negra, de gentes sobre todo venidas del
pacifico que se fundó a inicios de los años setenta al calor de la lluvia, la
inundación y el golpe salsero, con canto de arrabal; en esa época de invención de la banda oriental de la ciudad,
cuando se armaron barrios asociados a la lógica industrial como las Delicias,
el Sena, la Rivera, la Base, Guayacanes, también se formaron suburbios a expensas
de la explosión migratoria, armados por príncipes y princesas del rebusque y la
informalidad en una ciudad que comenzaba a inflarse y a producir sus escasas
ínfulas de capital en la región, mientras el Barrio se hacía candela. Arrabales como Siete de Agosto, López, Gaitán,
Andrés Sanín, y San Marino entre ellos, fueron poblamientos más atropellados
pero también más cocinados al calor de la solidaridad vecinal, del esfuerzo
material de los pobladores para introducir los servicios y también con vínculos
identitarios más compartidos alrededor de la espiritualidad, del lenguaje y de
valores encarnados en el cuerpo colectivo; así se puede sentir que barrio es
familia, es pareja, es amigo, es solar, anden y cuarto en la penumbra lleno de
ensoñaciones; barrio de picada de ojo, de forma de caminar, de gritico cantado,
de estribillo de hincha; barrio que es sancocho de leña, minga para arreglar el
parque, que es viaje en bus viejo y visita de tienda, pelea a grito tendido y reconciliación
en mesa de parques, lugar que se siente en el son, el montuno, el bolero, el guaguancó. Es que
mi barrio, el de la pelea y el bochinche, vive en la mente, en la
memoria, en el recuerdo inmediato que nos hace respirar de una particular
manera.
Mis visitas recientes al Lavadero estuvieron ligadas a
conocer un encuentro de domingo en la noche donde cientos y a veces miles de
personas se reúnen a vivir un ritual colectivo de baile abrazado y salsas
gritadas a mil voces que se vive como sacrificio y desprendimiento; palo mayombe es lo que hay,
ritual palero del África pal pacifico que vive en el oriente de Cali. lo que
compartimos se puede nombrar como sublime, comunalidad a flor de piel, regalos
de músicas de generación a generación, intercambios de comidas, empanadas de camarón,
tollo frito, tostadas de plátano con ají endiablado, cero conflictos
interpersonales, músicas venidas de todas partes, gentes venidas del oriente,
de toda la ciudad y regresadas de la diáspora caleña en otros continentes,
cencerros, campanas bongoes, claves, palmas, pies que vuelan, cuerpos que se
aman, liricas boricuas, cubanas, venecas, newyorkinas, que viajan por ciudades
atiborradas y campos desolados, contando sus letras dolidas y enamoradas.
Algún lunes de estos me fui nuevamente al lavadero a devolver
a sus poseedores uno de los relatos del libro Banda Oriente que recoge una
crónica de esas visitas felices al domingo de aquelarre en el arrabal, y tuve
la oportunidad de conocer a través de su gente la génesis de este lugar que
fácilmente puede ser uno de los emprendimientos más importantes de Santiago de
Cali, lo que pasa es que no se anuncia por televisión con avisos oficiales y
queda en el Oriente, por lo tanto como todo lo que vive por allá, es
estigmatizado y puesto sobre sospecha; pero este lugar de encuentro viaja como
buena noticia en las gualas, en las esquinas y trabajaderos informales, en los
taxis y en los cenaderos populares. Hable largamente con el gestor y los promotores
de la idea; en particular converse con Henio Hincapié y con Wilber Cuesta, en
su reunión de fraternidad melodiosa; este primer día de la semana ellos se
encuentran para compartir en familia boleros y músicas que dependen del estado
de ánimo: si un amigo cumple años todo el barrio desfila a abrazarlo, si
alguien partió se le recuerda, si hubo velorio se llora en hermandad sobre una tumba humilde y si no pasa nada por esos días pues se celebra el futuro
construyendo un proyecto desde el andén o el recuerdo, o el estar ahí
que ya es una razón para pelar la muela escuchando al Anacobero que viene a decirle adiós a los muchachos.
Cuentan que el poseedor de la esquina en mención era un duro
del reciclaje que llego ahí con su familia, buen mozo, y no quería salir de su lotecito
con mejora, por mas plata que le ofrecieron el hombre no quería soltar la mejor
esquina del barrio, solo salió cuando le ofrecieron una buena casa en el mismo
barrio en cuadras cercanas; después fue necesario encontrarle el registro civil,
hacerle cedula y acompañarlo en la formalización de su herencia familiar. Ya con el lote pelado, la cofradía
de señores, unos dedicados a la construcción, otros a la fabricación de muebles,
a la pintura, a las cocinas de exclusivos negocios gourmet de la región, levantaron
el primer piso de un nicho para escuchar música; Henio dice que los amigos
querían un lugar para hacer bulla porque en la casa no los dejan; y en obra
negra del primer piso, hace unos cuatro años comenzaron a sonar los cueros en
la esquina; rápidamente todo el barrio se sumó a los domingos de bullicio y
después todo el oriente comenzó a dejarse danzar por las melodías en una
verbena de domingo al atardecer que copa dos cuadras de una calzada doble …
solo melodía, solo armonía, no hay un problema y si hay conato de él los
vecinos se ocupan de que no pase a mayores; lo que pasa a mayores niveles, es
la felicidad que produce un bailar comunal y una cadencia que se acompaña con
el rozar de los cuerpos, esto así solo pasa en Cali; con otros ritmos yo lo he
visto en el Patio del Indio Froilán en
Santiago del Estero al norte argentino, en las bandas industriales del centro
de Sao Paulo; pero este carnavaleo san pachesco con salsa, solo en San Marino…
Lo que he visto en estos paseíllos por la rumba del Lavadero
es un currículo vital de educación de los sentimientos, de liberación del
cuerpo, de aprender a gozar en convivencia con los otros, de formación del oído,
del gusto; se esculpe la cadencia en la forma de hablar, formación de la piel y de la
sangre que mantiene su hervor. Ya
deberían ir los educadores angustiados por la rutina letrada y los burócratas incapaces
de construir un régimen de convivencia en la ciudad, visitar semejante
propuesta de educación en la convivencia; y que quede claro es un
emprendimiento popular que no salió de ningún artificio o propedéutica de la industria
cultural; salió de estar ahí, florece de las caras lindas de mi gente negra.
La vida, que parte en cada amanecer en una
carrera contra el tiempo, se extravía en este lugar, toma aire, le hace una
jugarreta al mercantilismo y a la funcionalidad de la ciudad y se esconde en el
danzar popular para vivir en plenitud la calle, la música, la conversa ritual
entre géneros y generaciones. A veces lo grande es lo sencillo, a veces como el
amor, lo importante, el gran proyecto no se tiene que ir a buscar muy lejos,
está ahí y no lo vemos; porque está
demasiado presente y no estamos preparados para ello. No estamos preparados
para sentir semejante emoción atrapándonos en una esquina, en una verbena
popular que solo tiene el permiso de la vida y que va sabionda buscando la
felicidad. Fuerza moral de la barriada, sacrificio que es abandono al cuerpo en
sus jugos, desprovisto de sentido utilitario o de acumulación, porque lo que
interesa es el derroche, el exceso de amor y de pasiones para dar y compartir…
Larga vida para el Lavadero…
Nota: Es clave el apoyo popular a otra iniciativa salsera: SALSA AL
PARQUE, para que sea involucrada en la agenda pública la ciudad en los próximos
años y para que sus organizadores tengan condiciones para seguir haciendo del símbolo
de Jovita un encuentro amoroso con nuestras músicas y bailaos.
Qué cadencia la de tu texto, me lo podría bailar. Creas la necesidad de organizar el convite para visitar San Marino y unirse con respeto a la bella escena de verbena que describes.
ResponderEliminarhay gente hermosa en ese lugar, los promotores son personas muy especiales y el barrio vibra en un solo cuerpo. ahi dices y vamos a caminar el lavadero...
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