jueves, 26 de septiembre de 2013

Otra parte en la noche



En este bar, te vi por vez primera
y sin pensar, te di mi vida entera
en este bar, brindamos con cerveza
en medio, de tristeza y emoción
en este bar, se hablaron nuestras almas
y se dijeron, frases deliciosas
en este bar, pasaron tantas cosas
por eso vengo siempre, a este rincón


Antonio Machin



Las tramas que se juegan entre la luz de la ciudad y las sombras de la noche, se hacen con el lápiz del miedo y el terror; no es menor el hecho de que se asocie la nocturnidad con lo tenebroso, lo peligroso, lo tinieblo y que lo diurno se ligue con la iluminación, la productividad, incluso con la familiaridad y el despertar vital de la población; de ese tipo de fronteras y divisiones imaginarias surgen a veces formas de comportamiento moral que espacializan acríticamente lo que es bueno y malo en tiempos y lugares; así se define irreflexivamente lo prohibido y las rutas de lo correcto en la vida colectiva. Afortunadamente contra el miedo operan las expediciones cotidianas de los transeúntes urbanos que se dejan bogar sobre los mares de avenidas, que viajan entre ríos callejeros surcando laberintos de ladrillo tras el oro de los besos, de abrazos y palabras que son promesa de encuentro y placidez en el arrullo de músicas profundas

Viendo un informe periodístico reciente que demoniza la noche y los lugares de encuentro nocturno, me puse a pensar en experiencias que establecen diferencias entre el desorden consumista que alindera en la perversión y la apertura de espacios que con facilidad son catalogados como barbaros mientras en realidad son otras formas de vivir entre lluvias de luceros. Es cierto que la ciudad es mortal si uno no se sitúa en la geografía urbana con mesura y prudencia, es cierto que hemos hecho de campos y ciudades verdaderas factorías de exclusión y muerte, pero no es tan cierto que las noches musicales y bailadoras sean sinónimo de ese síntoma de tanatos social, porque la noche se escribe con voces y sentimientos cruzados que toman posesión del espacio circundante formando con ellos contornos de un universo más amplio, portador de su propia perspectiva de vida, de su propia alma peregrina viajando por la escena citadina.

Perdiéndome un poco en esa idea, mientras observaba la prensa local y los noticieros regionales trayendo el reciente trauma bogotano en un mortal after party para poner la marca fatal en la noche caleña, me acorde del bar de don Fabio que funciona en el centro de Cali hace unos veinticinco años y pensé en Mónica, mujer de rostro sonriente que siempre recibe a los clientes con una alzada de ceja y el interrogante ¿Qué le servimos?, mientras gobierna desde la barra un salón que ocupa el centro de una manzana llena de talleres de tipografía al cual se accede por una imperceptible puerta; lugar de ocurrencias, patio perdido en el tiempo, invención de una gravitación sentimental que denuncia la utopía degrada que es la ciudad para el peregrino, la latencia del lugar, geografía que es pensamiento bailado, vivido con los ojos perdidos en el horizonte...

Debo decir que Fabio se fue hace algunos meses a descansar de este paisaje terrenal; el negocio siguió con Mónica que por largo periodo estuvo ahí. Ella se hizo cargo del lugar como si Fabio se mantuviera descansando, pero mirando cómo van las cosas; al punto que los asiduos visitantes no saben si van donde Fabio o donde Mónica, aunque en realidad siempre terminan pensando que están los dos gravitando en la atmosfera urbana del barcito en medio de una soledad esencial acompasada por músicas rumberas y arrabaleras, donde se enseñorea el bolero, se bailotean salsas de varias tonalidades y si se apura un poco la barra, tangos salen a hacer eco como si repicaran campanas de pueblo en la lucha por encontrar destinos en otros parajes del mundo.

Así son las cosas por allí; se dejan ver donde Mónica otras formas de la experiencia con melodías del desarraigo que acunan una geo poética llevada en las pisadas, en pies y giros quinésicos en una sola baldosa, en los corazones inflados entre pechos que se aprietan, cabezas que sudan juntas sin pensar tanto, riñones que purifican en jugos sus dolores, ojos que se pierden en la noche para adentrarse en el amanecer constituyendo un camino sacral que habla de una ciudad peregrina habitando el interior de los cuerpos, demarcando una geografía sentimental arraigada en la metáfora sanguínea de las músicas que no solo narran historias, pues también constituyen fisonomías humanas espectral y transpersonalmente unidas por el penar y el soñar.

No sé qué tanto público llega al lugar, no importa caracterizarlo, es mejor no cometer el pecado de clasificar caminantes perdidos en la estratigrafía urbana; en este bar popular “todos somos mestizos o cimarrones”, “pardos como los gatos”; y hay entre todos los presentes un acuerdo tácito de respeto por la autoridad de la música y por la jerarquía del cuerpo que se sufre y se goza; con esas dos claves en los bordes del sitio se ven trabajadores informales, obreros vencidos por su persistencia en el lugar, empleados, mensajeros, secretarias, universitarios y gentes hasta de un solo ojo, mujeres y hombres de vidas sufridas que ríen en la noche como pres digitando los aires del día que vendrá, en medio de rostros extraviados que se buscan en un rincón único de la ciudad.

En los aluviones de la noche y en el despertar del amanecer las palabras se amalgaman con las músicas; se dibujan así los contornos de la vida hecha ensoñación, se exorcizan en abrazos las pesadillas, aparecen las revelaciones del viaje a la ciudad nocturna, hay mundos otros que se revelan. Todo este fluir en una lucha que viaja entre el temor, la sorpresa y la admiración. Lugar simple y sencillo con sabor a patio de casa que es vivero de imágenes donde gobierna la loca de la esquina que es la imaginación. ¿Cómo se visten estas geografías? ¿Cómo se dan cita por allí las formas simbólicas que guardan la memoria del poblar, del habitar, del morar el mundo acelerado que es esta urbe salsera y bolerística?

Situados en este lugarcito lleno de siluetas que parecen bocetos escasamente sugeridos, se puede recordar lo que se lleva guardado en la memoria de la Cali vieja; se puede recordar por ejemplo que hubieron días en los que sí aparecía un muerto violento en un paraje central, la gente se consternaba tanto que le ponía al camino la Calle del Muerto y le hacían alabaos periódicos hasta el amanecer, habían tiempos en que la fiesta era 24 horas y no había tantos muertos, ni restricciones para caminar por una avenida o para sentarse en un parque a disfrutar de los aires nocturnos; ahora la nueva ciudad, en medio de los miedos que produce la fractura del otrora vecindario cercano, se somete a una funcionalización sin tregua llena de aparatos tecnológicos y multicas que no se sabe a qué arcas van a parar.

Parados en el bar de Fabio y Mónica es imposible dejar de pensar en las paradojas de esta ciudad llena de prohibiciones que, sin embargo, se resiste a esa funcionalización; por aquí se sigue viviendo de otro modo a pesar de las pretensiones de homogenizar y controlarlo todo; qué libertad se siente en ese devenir de músicas que se aceleran en el encuentro de diversos parajes y destinos de la urbe, que fácil es ahí compartir un momento de alteridad fraterna que poco a poco ve la noche caer, hasta que las gentes salen a buscar pequeños bocados en  alguna de las intersecciones del centro.

Este otro lugar es bonito y sano, soy consciente que no dejo la dirección, no la recuerdo, pero dejo señales; después, la intuición y la voz de la noche que está en los taxis, en las esquinas, en los cenaderos, los llevan. Verán que en esta ruta de la noche, a veces proscrita por las políticas del miedo que se posan sobre la ciudad, se guardan los espíritus de una génesis popular que es narrativa compartida, paisaje visto por muchos ojos en la misma perspectiva; lobreguez inconmensurable de la noche, diálogos en las sombras entre lo humano y lo no humano, en clave quizás de variadas formas de atavismo.

Un brindis por Fabio que ahora descansa y un abrazo para Mónica que lleva el mundo magistralmente desde su barra…

sábado, 24 de agosto de 2013

Pa´ la ponceña.


 

No existes ciudad, solo te vi en la ebriedad mientras bailabas.
 






Un barrio es herencia social, hijo del poblamiento y de la lucha entre las funciones que le asigna el poder convencional al espacio urbano y el uso creativo que le dan los habitantes en su morar cotidiano; pero sobre todo el barrio es un territorio de imaginación, ensoñación y fantasía que mantiene con calor mundos supuestamente muertos, aparentemente idos, o mundos que nunca existieron en la realidad, pero que se sintieron como posibilidad, como sensación extraviada; barrio más allá de sus calles y alerones; que está en los ojos, en el tacto, en la intuición, habitante  del calor corporal, sitio de olores y sabores entrañables, eso a lo mejor es lo que guarda de barrio, en salsa de golpe, la Ponceña…

Un local de ocho por quince metros cuadrados que a veces es un universo familiar inabarcable, Unas  diez o doce mesas dentro,  tres mesas fuera, una barra pequeña, cien asiduas almas que se juntan todos los viernes para vivir un ritual musical profundo: campanas, maraca y bongos que hacen sonar la melodía diferente cada vez, según el estado de animo de quien se deja atrapar por los cueros, los fierros y los maderos. Eso es la Ponceña, la salsoteca de barrio más amada por la Cali salsera y popular  incrustada en la esquina de una mediana avenida para azotar la soledad.

Muchos amores vinieron a darte todo su calor
Y los despreciaste cual si no existieran
La soledad mala consejera
Se llevó tu risa como una quimera
La soledad mala consejera,
Se llevó tu risa como una quimera
La soledad es mala consejera canta conmigo y olvida tus penas
 

Las almas que se encuentran por este lugar viven una relación compleja entre la barriada heredada y la barriada fantaseada que se arma de espacios de ensoñación; podemos decir que siempre hay empate en esa batalla; está por esos mosaicos, el barrio con su clasismo musical, con sus códigos y lenguajes arrebatados, pero  también se encuentra el barrio como mundo alucinado compartido, sitio de cruce de experiencias, religiosidad en acto que es ahogo musical, sacrificio del cuerpo, nostalgia que se vive como presente y futuro, tiempos recobrados a la felicidad perdida, con-sumo (no consumo) que es abertura profunda y radical a otras existencias llenas de simbolismos y trances oníricos que desdoblados hacen persistir mundos nocturnos vivenciados desde la fagocitación de la urbe; esta Ponceña se arma en un frente de combate con la avenida, sacando la cara por el barrio que no es solamente el Santafe, porque aquí en realidad se encuentran todos los barrios populares de la ciudad, siempre al oriente…

Los viernes al anochecer sobre la calle 44 con carrera 15a la ciudad negra y cimarrona tiene uno de sus tantos encuentros; cada quien va llegando, aunque se abre a las ocho, la cita es después de las diez, cada grupo, viejo conocido, hace su propia ejecutoria en medio de una comunalidad desbordada en la propia geografía corporal y en los tiempos milenarios que regalan las músicas negras. Expresiones dolorosas y pendencieras, grito a cuello partido; traquean, traquean las campanas; también se ven noctámbulos con los ojos puestos en otra parte, esfumados en el cigarrillo portado por cada melodía. No fume mami… no, mejor fúmeselos todos que no quede un pucho en el universo, esfúmese 

Cada tema suena con acentos, hay hervidero, canto hondo, vos profunda, coro gritado, estado litúrgico, apriete musical; todo pasa en el baile: las guerras, las derrotas, las celebraciones, los olvidos, las muertes y los enamoramientos. Mundo que es entorno, sospecha en el cuello, mirada pa´ dentro mientras suena la música, canto que se lleva en el atuendo, falda blanca que se levanta, sandalia que pide un pisón, suave, suave que es bolero, así sea por un instante hagámoslo suave, antes de que estallen los cuerpos y se difuminen las formas en las fumarolas y en la penumbra que suena, para ir por el filo del puñal.

Soy como el roble palo de fuerza infernal
Resisto el azote de la cruel tempestad
Pero no puedo aceptar ese absurdo y  tonto criterio
Que no existe sentimiento que haga un hombre llorar
¿a quién vamos a engañar? Dejémonos de esos cuentos,
Clavado llevo en el pecho el filo de tu puñal

 
El golpe cimarrón negrura que goza, miradas familiares que retan, culto a un ritmo cruzado, celebración de nacimientos, defunción que no falta, umbral de la vida y a veces de la muerte que siempre llega, va llegando poco a poco y solo con música será digna y recordable en otras vidas; un resquicio de resistencia, mezcla química esperanzadora entre trabajadores de base, animadores sociales, académicos, pobladores, trabajadores informales, estudiantes universitarios y obreros; lideres juveniles, señoras y señores de la vieja guardia, todos arropados por la rumba que es un cielo con luceros pasado por estrellas fugaces, espacio adocenado por flores musicales y almizcles cerveceros; una orquesta se arma de manera aleatoria viajando de biombo en biombo tras los instrumentos y esta bodega esquinera se brinda gratuitamente para la felicidad.

 
Nací moreno porque así  tenía que ser
Por mi color soy muy fácil de entender
Cantando voy haciendo al mundo feliz
Yo soy candela palo y piedra hasta morir
 
Nací moreno porque así tenía que ser
Y en mi cantar yo voy a explicar porque
Yo nací y mi madre fue la rumba
Y a mi padre lo apodaban guaguancó…

 
Y pasan las horas y los calendarios… La Ponceña está ahí, siempre mejor que antes; se renuevan historias que se parecen, pero no son las mismas; es como ir de un alabao de barraca dieciochesca a un guaguancó siglo XX. La historia marcha por debajo, la vida fluye como río profundo, como canciones de cuna que  al momentico son penares y en un segundo arrullos de despedida; las gentes jóvenes van a madurar con golpe a la Ponceña, llegan como bocachico en madre vieja y ahí se reproducen en sus escamas las marcas generacionales para siempre; va el pueblito a tranquilizar el espíritu angustiado que nos arroja esta urbe metálica, recreándose con músicas de percusión rabiosa  en romance con las blancas y las negras…  

Por un beso que te dé
Nada en el mundo importara
En un instante entenderás completamente
Que tu alma es mía para siempre
y siempre lo entenderá
Yo he de esperar por tenerte en mis brazos 
Pero toma mis manos y abrázame fuerte
Cierra los ojos, yo soy la muerte.


Y ahí vamos en el río del tiempo, dejándonos tocar por lo que inciertamente vinimos a aprender de esta vida, en este solar de ladrillo sobre ladrillo que nos arruncha; se aprende con música y rumba o no se aprende; ciertamente no se logra aprender lo fundamental de la vida y de la muerte, sino es con músicas bien puestas, como lo hacen en la esquina de la Ponceña Caleña.


# Me toco ser parte de la generación que vivió la primera época de la Ponceña en la ruta de salsotecas del oriente, en la cual estaban La Barola, Son catorce, La Mulenze, Chanae,  entre muchas otras. Allí llegue muchos viernes desde que una noche, muy joven aun, me arrime con Olga Lucia E. (q.e.p.d) y con Carlos T. (q.e.p.d), buscando donde conversar de la vida; no he vuelto por esos lados, solo ocasionalmente; pero amigos fieles dicen que está cada vez más poderoso el lugar; eso es síntoma de que no todo se marchita en la ciudad. Saludos especiales para Fanny y Jorge, sus talentosos animadores venidos del recordado grupo Joricamba del barrio El Retiro…


 

 
 
 
 
 
 

domingo, 11 de agosto de 2013

Viejo Lucho llegando a la luna…


 

Si en amor quieres probar fortuna, vamos mi negro bajo la luna
Dicen que era más de la una cuando te vieron bajo la luna…
Ay, si besas negro con sabrosura, vámonos prieto bajo la luna…
 
Por los bordes el barrio está lleno de fronteras armadas por un puente solitario, con personajes que duermen y comen al lado del smock vertiginoso que dejan los autos a su paso; después se acorazan tres avenidas colmadas de negocios que evidencian un pequeño centro formado en los últimos treinta años; el sector de la luna emerge como un cruce de avenidas atestadas, vendedores ambulantes y  locales comerciales; pitos sobre pitos, bullicio metálico que habla de la furia urbana, del ir y venir de las cosas que van por los ductos viales buscando una utilidad casi siempre provisional y profana. Se salvan tres grandes hitos, algunos de los cuales pasan inadvertidos para el viandante de hoy: sobre la autopista hay un breve parque en el cual se refugian compradores fortuitos de los almacenes populares que venden a bajo precio y viajeros que van rumbo a los departamentos del sur por la Panamericana; sobre la calle 13 con 23 sobrevive como estanco el fantasma de la entrañable y setentera Fuente de Soda Parisién que deja ver por toda la carrera 23 en ascenso, el tutelaje de Cristo Rey mirando a la luna con los ojos abiertos; y claro, está la Luna, hotel y piscina famoso desde cuando en Cali escasamente habían dos piscinas públicas en los años 70, pero en otras épocas también faro y frontera urbana que limitaba con el pantano invivible del oriente; se decía entonces que de la Calle 25 y de la luna para allá, todos eso es monte baldío…
El barrio Junín de los otrora novedosos, hoy vieja arcadia habitada por empleados, pequeños comerciantes y familias peregrinas del centro de Cali, está lleno de ventas de arepas, de asaderos, de dos o tres panaderías maravillosas, de tiendas que al atardecer se vuelven cantinas universales del bolero y el son, templos del encuentro que guardan una transitoria intimidad por los que viajan olores, relatos e imágenes del amor urbano compartido, del sentimiento callejero que se transporta en un silencio acunado por músicas profundas; ahí en ese arrabal bullicioso a morir, en toda la 12a con 23 está Viejo Lucho; el mompita Lucho Lenis con William, Jairo, y con Doña Nora que nos encuentran con la impronta, con la saga familiar del devenir musical, rumbero, gastronómico de esta ciudad troquelada entre el caribe y el pacifico dancístico. Por este bar arrabalero de sangre mulata y piel profunda, hemos pasado y queremos seguir pasando porque guarda secretos cansados de la tarde y de la noche otoñal de la ciudad.
 
Estas entradas al callejeo urbano son para invitar a una conversación sobre nuestras vidas en la ciudad, porque de eso, de conversar sobre la vida reposadamente es que guarda reservas el mompita Lucho; no se trata de una historia, de teorizar el vivir urbano, de hacer historia como mundo muerto,  si no más bien de invitar a una reflexión viva que va tras las huellas de nuestros ancestros, de nuestros padres; vamos tras los vestigios del destino, tras las huellas de la ciudad que van señalando, incluso contingentemente, el camino colectivo; viajamos apasionados tras los senderos de la ciudad que viene, porque la que está naciendo con nuevas generaciones ya la llevamos tatuada en el cuerpo, ya es parte de nuestro ADN espiritual y viaja en el tacto, en el ritmo interior de cada humanidad caminante de estas calles, en la sensación que nos embargan estos parajes…  
Llanto de luna en la noche sin besos y mi decepción,
Sombra de penas, silencio y olvido que tiene mi voz
Daga de amor que no puede sanar si me faltas tú,
Ebria canción de amargura, que murmura el mar
Como borrar esta amarga tristeza que deja tu adiós,
Como poder olvidarte si dentro, pero muy dentro estas tú.
Como vivir así, en esta soledad, tan llena de ansiedad, de ti…
 
Experiencia corporal bolerística que pasa por el rincón de Lucho Lenis en Junín; donde el Viejo Lucho, en la 12ª-04 de la calle 23; ahí los asiduos visitantes al lugar nos vemos en sus ojos, nos escuchamos en sus palabras graves, regocijamos penas y alegrías en sus sones que son compañía sentimental y humorística descarnada; en este estadero se escucha bien, huele bien, se oye bueno, se siente bien, se conversa sabroso. Colores verdes y azules en el exterior del negocio que se contrastan con luces rojas y con sombras de la penumbra reinante en el interior; discos en vinilo, CD selectos, picot y reproductor de CD, arrume de vasos cristalinos, barra breve, pista pequeña, mesas esquiniadas; negociación del andén con el antejardín y el local; varios ambientes armonizados para dejar que los tonos agudos y graves de un danzón, una plena, una guaracha, una pachanga, un tango, un guaguancó, un bolero, un montuno, un pasodoble, una salsita y porque no, un pasillo, hagan fluir espíritus llamados a la reunión con ritmos aéreos, hablando de diversos relatos que sin gran tinta son tomados en serio por los cuerpos, porque aquí se baila con los labios, con los ojos, se menean los brazos, se siente en las entrañas, se cosquillean las plantas de los pies y claro, también se baila tirando paso, pero no solamente, sobre todo se baila con el alma… 
El viejo Lucho Lenis tiene 81 años y esta entero, es el cantinero más viejo de Cali. Se le ve feliz entre mompitas, su presencia pausada deja ver en la bondad de sus ojos el espejo del buen vivir. Lo acompañan William su hijo, que va y viene juntando relatos entre mesa y mesa, y su sobrino Jairo que pone la música con un espíritu gozón que se le sale del cuerpo; ellos movilizan el sitio mientras Doña Nora se encarga de las especies y los sabores con las tradicionales rellenas de los lunes y los tamales de los viernes. Para que el negocio funcione esta familia trabaja todos los días en la preparación de un espacio y una partitura que condimentan con secretos ancestrales pues hay una clientela que es una familia extensa de señores adultos, pensionados, jubilados; parejas y grupos hermanados en la rumba, más bien vieja guardia que dicen.
Lo que a mí me gusta es ver la gente, por lo menos los contemporáneos conmigo, llegan y me preguntan por la música y me gusta brindar la música, toda la música, desde un pasillo, un bambuco, un bolero; los Cuyos, el Caballero Gaucho, Darío Gómez, todo esto lo he sentido, todo eso ha estado encima de mí, Lucho Ramírez amigo mío, el trio Montecarlo  fue una belleza pa mí
Ciertamente lo que hay encima de este sitio de encuentro que anima la familia Lenis es música; pero detrás, por los lados, arriba y debajo de las melodías y ritmos variopintos que le regalan a la ciudad, está la vida hecha en sus relaciones que se forman en el compartir de comidas, en el abrazo, en la mirada, en el chiste, en el secreteo de compadres y comadres, y en la historia del barrio de enseguida que se encadena con la del otro y con la del otro, formando una narrativa diaria que excede a las empresas de noticias y que encuentra sus fórmulas en máximas y sentencias como: “este gobierno está más desentejado que nosotros” para hablar solo de análisis políticos de los que se hacen en las esquinas, mientras las gentes se levantan a empinar el codo o a azotar la baldosa, en un balanceo que intercambia parejas generosamente; lugar para escuchar con paciencia, sin el afán citadino que nos carcome, lugar para dejarse llevar por unas curvas que pasan del otro lado; es que en esta ciudad la música está en todo, pero todo está en las músicas, el deseo, la moralidad social, la economía familiar, la política, el nombrar el mundo y callarlo para poder resistirlo, relatos e imágenes del amor que viajan peregrinos en vidas que más que búsquedas de romances, son romances en búsqueda porque están impregnadas de emociones y sentimientos que no se disocian de nada de lo que pasa en nuestras vidas
Yo no sé, como puede la luna brillar
como pueden las aves cantar
si ya no me amas tu
yo no sé, como es que puede, el sol alumbrar
como puede, la tierra girar
si ya no me amas tú
Es que una sensibilidad como la que regalan en la esquina verde de Junín, está en muchas partes y en muchas otras esquinas, su exclusividad es expresión compartida en muchos otros lugares, lo singular, lo distintivo es que esta mimades de don lucho Lenis, tan extendida en la ciudad popular viene de atrás. Lucho nos regala una saga que es simiente de todas las esquinas arrabaleras de esta Cali encantada y romancera que nos circunda y… esto viene de atrás. Esto viene del Avispero que arranco en el 49, en una casona grande del barrio obrero donde la mamá del mompa Lucho, Doña Leonor con familia venida del Cerrito, puso una tienda y con el tronar de una pianola la música fue llenando el sitio de gente hasta en el andén. La posta musical de lucho arranco en la barriada popular por excelencia. En esa época las músicas que se escuchaban en clubes y cafés eran pasillos, bambucos, pero lo negro, lo zambo, lo mulato estaba en el barrio popular ahí se bailaba lo caribeño, lo antillano que a su vez, sabemos, venia de más atrás.
Todo comenzó en una tienda, se vendía arroz y panela pero se fue volviendo bar. El avispero comenzó sin nombre, se empezó a vender cerveza y licor y en diciembre ya fue un bar… un tío le puso el nombre del avispero haciendo alusión a la cantidad de gente. Ese negocio fue muy popular en todo Cali, mucha gente se iba hasta allá a departir en el Obrero, eso se vendió en el 57. Allá se escuchaba sobre todo al cuarteto flores, el grupo victoria, el trio oriental, Mayarí y todo lo antillano… eso allá se formaba la rumba y la gente se tomaba el andén hasta el amanecer… el obrero era entonces un barrio de zapateros, ferroviarios, albañiles, trabajadores del municipio, todos metidos en ese maní.
Un mompita de lucho, don Antonio Guerrero, una tarde en medio de chanzas de los amigos que celosos lo esperaban en la mesa para compartir un whisky recreo los tiempos del avispero, rememorando el ambiente festivo de esta ciudad que me recordó la sensación que producen los alborotos de las tribunas sur o norte en el Pascual Guerrero, que evocan una comunalidad entre estrellas y luceros jugando a las escondidas sin correr, como maqueándose o meciéndose, porque en vez de correr se danza por aquí desde hace tiempo.
Ese negocio era el 10-20 ese sitio se llenaba de todo el barrio que eran trabajadores y vecinos que llegábamos allá. Pero en el sector estaba también el Acapulco en la 12 con 19, y por ahí mismo el bar Magambo y el Sinaí. También estaba un negocio que se llamaba el Tunjo de Oro en la 22 con carrera 23, no había esquina en que no hubiera música y gente arrumada en las noches como haciendo zumbar la música. Esto era diferente pero cercano a la zona de tolerancia que quedaba pa sucre entre las carreras 10 y 15 y entre las calles 15 y 19. Uno pequeñito ya veía como era eso: acetatos 78 revoluciones, vitrolas y batería para retumbar la música, mujeres y rejas, emboladores, cerveza y aguardiente. La zona de tolerancia sobre todo se movía viernes y sábado, pero el día principal era el sábado; uno el viernes salía del colegio y se iba a mirar por las rejas y los sábados que se iba a la iglesia uno se volaba pa allá a ver bailar y a escuchar música. Eso lo jalaba a uno mucho y claro el barrio también tenía lo suyo, el avispero es inolvidable. Después del 56 se acabó la zona y eso se dispersó por todos los barrios aledaños sobre todo hacia la carrera octava, pasamos entonces de los bares a los grilles con psicodelia y a nosotros nos tocó toda esa movida; por eso buscamos a luchito donde este porque a nosotros nos tocó ese dulce de la música y el baile…
En una rumba que se encontraron cuatro rumberos así entonaron:
En una rumba que se encontraron cuatro vaciados así entonaron:
El de la rumba soy yo, No eres tú, no eres tú, ni eres tu
La de la rumba soy yo No eres tú, no eres tú, ni eres tú,
Hay esta rumba la traje yo, el de la rumba soy, pero esta rumba quien la invento
Con esta rumba si gozo yo, el de la rumba soy yo, en esta rumba si bailo yo…

Cada relato de lucho, mientras se apura algún aperitivo aguardientoso, es un ir y venir por las imágenes de una ciudad antigua de puertas abiertas y de posibilidades de encuentro las 24 horas, todo lo cuenta pausado como compartiendo un dulce maravilloso que guarda el elipsis de la ciudad entrañable acunada en sabores, en olores, en melodías portadoras de sentimientos guardados en la piel y en la mirada como tesoros compartidos; Y uno se pregunta ¿cómo sobrevive una ciudad llena de miedos que en su pasado reciente rumbeaba 24 horas, mientras la música iba caminando por calles y por rincones, como buscando encontrarse en una comunión de ritmos y sensaciones?
Cuando se vendió el avispero, se alquiló una casa en la calle 11b con 25 y se montó el Paralelo 25 en el año 57, en el cual estuvimos un año, estábamos muy cerca al Mickey Mouse en la 8 con 25  y al Rayos X, al Maryland con orquesta en la carrera 4 entre catorce y quince frente al teatro Cervantes, después de montar Paralelo me fui pa carnavales de Barranquilla y me quede por allá unos meses tratado de ver otras plazas, pero me dejaron por allá un tiempo, cuando regrese el negocio se había esfumado, pero la cosa estaba buena y uno tenía gente que lo seguía, entonces tocaba que buscar donde meterse .
En los fragores de la pasión musical y tabernera lucho Lenis, en sus ires y venires por el pacifico y el caribe, también monto y tuvo el Bar Nápoles que funcionaba 24 horas abierto con emboladores, fritanga, orquesta en vivo y bailarines. Cuentan que al Nápoles, en medio de una muy fuerte competencia, llegaban trabajadores de Emcali, de Croydon, de Cartón Colombia, de Celanece, en un desfile cíclico de agentes de factoría y personajes habitantes del lunfardo popular que en plena mitad del siglo XX estrenaba las condiciones obreras de la ciudad y acogía la primera ola migratoria ligada a las severas violencias en los campos.
En el 58 monte el Nápoles con el apoyo de mi mamá, Doña Leonor Lenis, el primero fue en la carrera 10 bis # 19-58, la rumba del 58 era antillana, matancera, yo viajaba a Buenaventura con los primos Reynaldo y Raúl Lenis a comprar música y conseguí amigos marineros que me traían a Bienvenido, Alberto Beltrán, Celio González, Daniel Santos, fajardo, los guaracheros, todo eso se ponía en una pianola Sibor de 100 discos; en el Nápoles la atención era las 24 horas, se trabajaba a dos turnos de 8 a 8… en el año 62 nos pasamos para la cra 8 entre 22 y 22ª, donde estaban cerca los Cangrejos, el Chicharrón y la casa de citas de Inés Trejos; de allí fuimos a la 10 con 22, una cuadra antes del parque obrero y finalmente pasamos a la calle 15 entre 4 y 5, al frente del Pica piedra que entonces era del famoso Grillo, y claro también estaba el bar La Flor de Canela, ahí revolvíamos antillano con tango y bolero, eso se ponía toda la música que florecía en ese tiempo, pero el tango siempre sonó, ese nunca falto porque la gente estaba empapada del tango, mucha gente iba era por la música… ¡Vea es que me acuerdo que allá llegaba el cuco Petronio Álvarez y pedía un trago pa la muela y otro pa él, también iba mucho la sombra Martínez, el famoso jugador del dorado.
Paralelamente Lucho tuvo en compañía con Gilberto Cuevas el grill Rio Cali en la avenida del rio con 19, entre los años 65 y el 67, cerca del Grill Escalinata antes llamado La Oficina y del bar mexicano Sarape y por esas épocas también tuvo en Yumbo el Club Social, negocios estos  en los cuales tenía rotando orquestas de planta, una de músicos panameños conocida como Máximo Rodríguez y sus estrellas panameñas, el combo del sabor  y otra recordada como la Sonora Juventud, orquestas que incluso llegaron a grabar con sellos discográficos nacionales, en tiempos en que la competencia rumbera no se reducía a la noche y pasaba por una cultura acostumbrada a la música en vivo, a las frituras y comidas típicas, y a la buena atención en los negocios que buscaban representar y resaltar características de las familias, los barrios y/o sectores en los que se asentaban.
Es que la familia de mi mamá que venia del Cerrito ha estado en esto de los negocios desde chiquitos, por ejemplo también un tío, don Víctor Zea monto y tuvo el gallo de Oro un buen negocio ahí cerca al cine Cali por la 12 entre 9 y 10, yo estuve en esto desde chico y bueno a veces me aburría y me daban ganas de vagar buscando otros horizontes, otras experiencias.
En búsqueda del caribe, de sus acentos, de sus lunas y sus soles Lucho decidió viajar a  Venezuela a finales de los 60 (entre el 68 y el 71), donde encontró grandes dificultades y no pocas experiencias en torno a las músicas y a su vocación de hablar, de escuchar, de conocer y de vivir rodeado y regalando músicas, emprendimientos mediados por el dinero pero muy marginalmente, más bien ligados a la aventura de un vivir que vale la pena si el riesgo está en no perder el simiente de la amistad, la confianza y el respeto construido en torno a las músicas; Lucho no es un melómano en el sentido erudito de la palabra, sus músicas están ligadas a un compartir que evoca una relacionalidad espiritual, arraigada en la emoción y los valores que circulan en el encuentro rumbero:
El Nápoles se cerró en el 68 porque me fui como tres años para Venezuela, allá me fui con plata y volví sin plata pero llegando en el 71, comencé a organizarme otra vez y se vinieron otros negocios, porque yo tenía la música y la clientela, entonces alquile Bonanza en el parque Alameda por el año 72, ahí estuve un año porque eso lo compro Emiro el de Estambul y yo Salí. Luego conseguí  en alquiler Los Sauces en el año 73, en la 15 con 8, y también Toro Sentado en Juanchito frente al motel Campos Elíseos, pero en los Sauces perdí el alquilado porque le vendieron el local a los dueños de la Cazuela de Marino Velasco, y bueno uno enamorado de esto ha seguido, esto es como un amor que no se deja nunca, uno sigue un poco más…
Un poco más y a lo mejor nos comprendemos luego
Un poco más que tengo aromas de cariños nuevos
Volvamos al camino del amor, no importa lo que tenga que olvidar
Si vamos a sufrir por un error es preferible un ruego
Un poco más, será un alivio para dos fracasos
Y si te vas llévate al menos mis cansados brazos
En medio de la aventura musical, amiguera y rumbera, el movimiento se trasladó al barrio Colón, ahí ya funciono con la denominación del Viejo Lucho, en un espacio pequeño con antejardín en el año 1977 en la calle 14 con carrera 34, frente a las instalaciones de Emcali; Lucho suelta perlas como esta: “de esa zona me acuerdo cuando Alfonso Barberena que era amigo de la familia me regalaba un lote en esa lejura y yo no quise, después llegue allá con mi negocio”; desde el Nápoles habían rellenas y fritanga con una tía que tenía “pedigrí” para esos asuntos, pero ya en el Viejo Lucho de Colón su esposa Nora Rubiela Esquivel se animó a coger el negocio, ella aprendió de la  mama de Lucho, Doña Leonor Cubillos, el guisado valluno porque Doña Nora es tolimense y desde entonces se recuperó esa tradición que no tiene nada que ver con las exquisiteces gourmets vallecaucanas que venden en cocteles y paquetazos turísticos, porque guardan del calor del hogar y el sabor de secretos pasados de mano en mano, solo mediados por una oralidad que canta.     
Después nos fuimos pa´l barrio la Base, en la Nueva Base el Viejo Lucho funciono como estadero, bailadero y viejoteca desde 1990, allá eso era una algarabía sobre la autopista, por el puente de los mil días, en un lote que me dio barato el Instituto de Vivienda Municipal de entonces, Invicali. Ese negocio se movió mucho y era muy buscado por la vieja guardia y compartimos mucha música. Y después aquí en Junín desde mayo del 2000, estamos recibiendo clientela de todo tipo pero sobre todo los amigos, los mompitas que vienen por aquí. Uno se pone contento de ver los amigos y de atenderlos con toda, por ejemplo vea el tamal ahí, como dice una canción estos aromas no se encuentran ni en el cielo…
Por el Viejo Lucho pasan las personas y las historias de los discómanos de vieja guardia, se habla del Mojarra, del Ciego, o de Mechas por ejemplo, como virtuosos que regalaron lo mejor de sí en gestas festivas que dejaron marcadas sentimentalmente generaciones tras generaciones; la pachanga, la guaracha el guaguancó, el montuno y la salsa, se diversifican al lado del tango, el bolero el pasodoble, el twist, el charlestón y los ritmos “colombianos” que más bien suenan a latinoamericanos. Músicas viejas que guardan para hoy, anacronismo cultural donde se refugia el secreto de nuestras compañías y soledades. Cerveza, ron y guaro acompañado de tamales y rellenas que viajan de la barra a las mesas. Músicas que entraron el siglo pasado, trayendo a mano de la melodía virtuosa un relato que va y viene con las corrientes del caribe profano, circulado en una movida musical que más que una melomanía ingenua, ha sido portadora de un manifiesto moral y cultural para las periferias urbanas; se trata de la manera, el estilo como esta ciudad se fue armando un ethos a través de los ritmos y relatos rumberos, ahí está Lucho Lenis, como diciendo con sus arneses de estadero: así empezó el guaguancó.
Por la esquina del viejo lucho, donde habitan generosos cuadros de músicos, ventiladores cansados, arrumes de discos que nos miran y que se hacen muecas con los CD, luces de navidad que buscan alterar la visión plana del mundo que viene de vuelta, mesas y sillas plásticas que constituyen un ambiente especial que retiene mundos añejos y los hacen transpirar futuro y esperanza; lo que se ve es una red de afectos que sostiene el mundo, lo que se siente es la experiencia del amor en la ciudad, esa sencilla virtud que pasa por ocuparse del otro, estar ahí con el otro, de estar sencillamente, sin cita previa, solo con la condición de verse a los ojos, de rosarse la piel, de sentirse; solo así es que se puede ver en una dirección común, sabiendo que el compañero de viaje será guiado y guía a la vez; a lo mejor por eso es que por estas esquinas de la ciudad popular se escuchan, se paladean, se sienten músicas profundas, porque operan como santos y señas, como marcas simbólicas para asumir el acertijo que nos tiene provisionalmente en este mundo, como yéndonos y volviendo una y otra vez.
El aire que trae con su manto la flor del pasado, su aroma de ayer,
Nos dice muy claro al oído, su canto aprendido del atardecer,
Nos dice con vos misteriosa de nardo y de rosa, de luna  y de miel
Que es santo de amor en la tierra que linda es la ausencia que deja el ayer.
Ay ay la rumba me llama tu ve, todos vuelven, todos vuelven

No es más, homenaje para don Lucho Lenis y su familia. Estamos en la vida y así a veces pensemos que la vida y la ciudad no van para ningún lado, no hay afán, toca dejar que las músicas que nos acompañan indiquen, señalen también los caminos…  


 
 
¨ En esta crónica están las huellas de Don Luis Herbert González y de su pasión arrabalera por Daniel Santos, Rolando Laserie y por el Piper del bolero que nos presentó desde muy chicos…

¨ Esta crónica ampliada será publicada en el número uno de la revista del grupo de investigación  Pirka, políticas cultura y artes de hacer.

jueves, 25 de julio de 2013

El Bem Bem, dignidad que baila…




 
 
Dicen que la rumba es un remedio pa´l olvido. Ahí el recuerdo se vuelve movimiento, lo ausente cobra vida festiva, la fiesta se vuelve un llamado a la presencia de lo innombrable. El baile con sus parejas melodiosas, las músicas, se amalgama y se funde en la rumba, vagabundeo por los sentimientos que excede el negocio; callejeo por las sensaciones más inesperadas, vida a flor de piel; devenir que se desliza sanguíneo, sanguinario entre músculos, huesos y tendones. Pasión que toma forma de barrio pero que viene con vientos de atrás, con sabor a barraca, con olor a choza, con hedor a litera, con vestigios de pisadas descalzas, con huellas de peregrinajes guiados por constelaciones, acompañados por soles, lunas y lluvias de luceros; vientos aborígenes y cimarrones vestidos de aguas dulces y saladas, cruces de caminos que guardan rebeldías nativas acunadas ahora en la emergencia popular de la barriada.

Hay en la rumba caleña, en medio de todo, porque en la rumba hay de todo -se dan cita todos los destinos y valores posibles-, un cantar para unir los corazones;  cantar colectivo que se vive como hospitalidad gratuita, amabilidad aérea viajando en las sonrisas, apertura corporal del alma, presencias incorpóreas de espíritus generosos opuestos a la competencia y al individualismo banal que nos circunda. Ahí van las musas y los duendecillos del cuerpo haciendo de las suyas para que la transfiguración humana encuentre formas generosas en un Bem Bem donde se encuentran miradas, músicas y cuerpos; subjetividad viajera que nos arropa en el ir y venir de géneros, generaciones y etnias…  

Al Bem Bem se va por una avenida arterial. Si usted se sitúa en la troncal de Aguablanca sobre el invento de la moto manía caleña encuentra el Bem Bem que es una casa igualita a la de enseguida, que queda en una cuadra como todas las cuadras; una vecindad vuelta avenida, con pavimento nuevo y comunidades rotas; casa habitada por el cariño expresado en una goma musical, en un chicle pa´l bailador y eso se le pega a uno, eso es como probar la mejor arepa del barrio, como encontrar el mejor pandebono de la manzana o como visitar la fritanga barrio bajera de fin de semana; eso toca volver…

Estamos en otra orilla de la ciudad, entre la oscuridad y las luces que guardan la penumbra; cerca, cerquita a los barrotes infames de la cárcel de Villanueva, en las fronteras del olvido que encierran a la libertad. Ahí está El Bem Bem, punto melódico con nombre venido del mundo afrocaribeño y en particular de la patria boricua que significa baile, rumba, bailoteo, bailadero... Este Bem Bem es puro pueblo desde siempre; no hay nada que le determine por fuera de su melodía y su goce; ni capitalistas, ni traquetos, ni guapitos, ni políticos, esto nació en el barrio, es del barrio y sigue en el barrio. Aquí se pone música de golpe popular y se ha escuchado bolero, son, tango, fox, charlestón, mambo, pachanga, charanga, montuno, guaguancó; pero lo que más prima es la salsa clásica de golpe de barrio; ahora, timba y eso del regueton y la bachata, eso no se pone porque se acaba el negocio.

La vecindad de origen de este Bem Bem es el incunable barrio Eduardo Santos insigne eje de la gesta de los destechados por la tierra colorada y fangosa. Esta casa del movimiento inicio en el Eduardo Santos en 1972, ahí estuvo 24 años hasta que se trasladó a la troncal de Aguablanca en el barrio con nombre del luchador popular Alfonso Barberena, funcionando por 17 años sin parar; ya está en la cuarentañes, en el cuarto piso con 41 años de aquelarre; ahí se trasladaron porque era más fácil legalizar el negocio con la municipalidad, la avenida tiene usos comerciales y el barrio de antes era solo residencial. ¡Cómo lo extrañan en Eduardo santos! y que poco comercial y  solitaria es la avenida; a veces al salir al andén dan ganas de gritar con el Pete Punto Bare, ta bueno ya punto Bare, para que resuenen en esos parajes las memorias de las batallas por un pedazo de rancho en la ciudad.

La historia comenzó en los años 60 cuando Hernando collazos adolescente comenzó a acompañar a su cuñado al negocio Tango Ladrillo en el barrio Villanueva donde fulguraba Celina y Reutilio entre tangos y melodías arrabaleras; allí se fue formando el oído, el amor por la música y por su mujer doña Alba Caicedo (q.e.p.d); ya joven y casado, decidió armar a inicios del 70 una fuente de soda, un barcito donde se escuchara la tradición antillana, matancera y bolerística. Pero ya arrancando comenzó a sonar el nobel pregón de Arsenio Rodríguez con mami me gusto, el divorcio, papa upa, el reloj de pastora, la yuca de catalina y el bolerazo la vida es un sueño; el gran Tito Rodríguez con su inolvidable; se dejaba asomar un poco más adelante el venezolano Ray Pérez y la Flamboyan con sus primeros atisbos; se jugaba fútbol en las mangas aledañas y se tiraba paso en los antejardines polvorientos; tocó entonces pasarse para el segundo piso del bar en el año 72 y armar el barullo, el bailoteo; en el Bem Bem había que llegar temprano, sino no se podía entrar. Ahí arrancaron y cerraron su vida bailarines como el famoso Machura, la flaca Lourdes, Don Arístides y su sombrero, y Pedro Álzate tirando ritmo en las alturas, gritando “eso es mucho tema por dios”; por ahí pasaron innombrables jugadores del América y el Cali extraviados de sus concentraciones. Por eso aún, en el local actual, las paredes están teñidas de rojo y verde, como guardando la caldera y el melao de caña que viene de la pasión alumbrada con fuego en las plantaciones de la vieja hacienda esclavista.

Las músicas del Bem Bem han llegado de muchas partes, en Cali se ha conseguido siempre mucha música que llega por el puerto de Buenaventura, todo amante de la música sabe que las pastas y los cd llegan con el oleaje del mar Pacífico y saben que ahora viajan más veloces por la nube virtual, pero a don Hernando también le ha enviado melodía desde siempre una cuñada de Puerto Rico, Doña Lucy Caicedo y en el último tiempo su hijo Carlos Caicedo que está en los Estados Unidos, en New Yersey, donde es más conocido como Mister Salsa por su afición a las músicas de golpe clásico salsero; ambos le mandan música que llega por el Bonilla Aragón; son músicas que se demoran en llegar comercialmente a Colombia y primero han sonado en el Bem Bem versiones de La Dicupe, de Charlie Palmieri, de Frankie Dante, de Los Lebron; expresando universos mezclados de ritmos melodías y narrativas, gestas de lenguajes sentimentales, alejados de la razonabilidad de la escucha, que solo se pueden oír con la fuerza venial del canto a la raza…

Se vive ahí una nocturnidad que es disfraz, en cualquier momento suena Esperándote de la orquesta Isla Bonita como recordando que este pueblo es enamorado, entonces se siente una camaradería vuelta risa cómplice de la lírica que suena en cada ocasión, y van los Lebron con sé que sufriré… Una casa llena de fantasía y ensoñación atrapada en un tiempo sin nombre, llena de guaguancó pal que sabe, en medio de luces y sombras que prometen lo incumplible a la luz del día, colores que guardan la memoria de los años sesenta, y de los setenta, y de los ochenta, y de los noventa, y de los de ayer; paredes que acogen los relojes parados, puestos al revés, muros añejos de colores verdes y rojos; santos y vírgenes en un altar que gobierna desde su escondite todo el espacio, alumbrando la creencia de un mundo animado por esperanzas y aseguranzas.

En la pista rodeada con mezclas de bar cincuentero, de grill setentero, de salsoteca ochentera, de casa inmemorial, se vivencia una disposición al baile que es figura, cintura y piel; remolino sensible, apretuje orgiástico que se siente sin siquiera tocarse; amor en playa a solas, en cuarto olvidado por el tiempo, en la soledad de este universo tan azul, tan negro, tan verde, tan rojizo; lucecitas decembrinas, bombillas de primer día de la humanidad, piso de noche oscura, de andar a tiendas, donde lo mejor es abrazarse para aguantar el paso del huracán

Y ahí están siempre tres mosqueteros; Don Hernando circula de la barra a la puerta con pisadas moderadas, va de mesa en mesa, habla del barrio de ayer y  de hoy, asocia las noticias con las músicas; para cada situación hay una lírica rumbera que nombra o da respuesta a las más variadas situaciones; hombre enamorado de sus recuerdos, responsable de sus herederos, armador de familia, amante enternecido que acuna sus amores con músicas, que se duele dignamente de la partida de su señora cantando a dúo con sus amigos boleros y tangos nacidos en los primeros años del siglo pasado. El duelo se lleva entre cigarrillos, con ojos vidriosos, con pasadas de manos por el cabello, con historias que son moraleja y mensaje vital para estos tiempos, concejitos nocturnos medio dichos, razones entrecortadas, risas que encarnan la paciencia a los tiempos que de todas maneras vendrán y pasaran.

Entre la barra y la pista está circulando el flaco Víctor con su trompeta imaginaria, con sus LP en vinilo, con sus mechas rodando, con su moto de mensajería que le acompaña hasta en el momento de tirar paso; este flaco Víctor se formó en el barrio Obrero, en el mundo de los zapateros, desde allí arranco su peregrinar por las calles melodiosas de la ciudad que lo pasean por la amistad en cada rumbeadero; él no está en el gesto de competencia melómana que tanto cuestiona la posibilidad de un compartir rumbero. El flaco está en la sonrisa popular, en el movimiento fiestero; no hay paso que se tire sin que el flaco no lo esté reflejando en cualquier esquina de la ciudad. Rumbero que no para, que lleva músicas desde la casa Bem Bem a muchas partes, pasando por el tejido de las ondas hercianas inundadas de salsa, pero que siempre al anochecer está en el cielo del vecindario barrial con su risa característica.

Y  siempre en la barra, con un ojo en el sonido y otro en la discografía esta Hernando junior; un obrero amiguero y dedicado a sus oficios, de esos virtuosos que las multinacionales explotan en el país con la gabela de la confianza inversionista; Hernando hijo tiene marcado en los ojos la herencia rumbera, se mueve por todas las líneas de la rumba, pero su goce es con el montuno y el guaguancó; Hernando Jr. recibe en el Bem Bem a todos y a todas como en familia, presenta, pregunta, regala músicas; no es fácil encontrar un sitio donde te regalen música no más con verte entrar, y eso es lo que hace Hernando Jr, a veces acompañado de su hijo Danny, con una risa acogedora y tranquila.   

En varios momentos de la noche estos tres mosqueteros se juntan en la barra, comparten un aperitivo cruzado de las diversas mesas, hablan de las cosas de la semana, hay chiste en la audiencia y los ritmos se van marcando sin repetir el guion, es como si cada día trajera la urgencia de la musa rítmica en el Bem Bem; es que después de 41 años de estar sonando músicas los caminos son diversos y como en la vida cualquier cosa puede suceder. Pero este mundo tan familiar, tan vecinal, tan compartido, tan donado al visitante va por la banda jugando con la soledad llevada al extremo de las músicas, enreda su silencio en el golpe de cadera, en el girar cadente de la cintura, entre el abrazo de carnaval y el salto de pisadas livianas.

En medio de la virtuosidad melódica de una jornada rumbera, con el entrar del amanecer, el Bem Bem viaja por momentos hacia el bolero y el tango que guardan en su susurro un fluir de poesía urbana, de canto interminable encajado desde las ciudades del sur que no cesan de vibrar como ríos corrientosos; en noches que no duermen sin despertar espíritus desde sus profundidades… Se vive así un viaje musical que es oleaje comunal, suena oh patricia, oh mujer adolorida, canto colectivo que cierra con Que falta que me haces para que no muera la esperanza; energías que van y vuelven por el caribe urbano alcanzando esta ciudad negra y sureña.

Dirán que es un negocio más, pero que problema es mantener un negocio de rumba abierto con dignidad por décadas. En 41 años el mayor problema ha sido mantener la legalidad del negocio, porque la oficina de planeación con los tales usos del suelo, la cámara de comercio controlando los registros, la DIAN metiendo la mano al bolsillo de los pequeños negocios, la Secretaria de Gobierno controlando sólo a los que se dejan controlar; Sayco y Acinpro cobrando impuestos sin control ahogan cualquier negocio… Pero ahí está, incólume el Bem Bem, el rumbeadero, el bailadero, la taberna salsera, la casa del ritmo más vieja de la ciudad en el oriente; un negocio familiar que va pasando de padres a hijos y a nietos, saga melódica que no es ensaladita light, es empanadita en la esquina y papa aborrajada en la otra, por eso el Bem Bem es como una vuelta a la esquina…

Mundo popular en la ciudad que guarda secretos para el futuro en medio de una urbe de tumultos atropellados a la cual el Bem Bem le opone la danza mirando a los ojos, saludos y despedidas con abrazo. Cuerpos obreros, trabajadores que llevan la vida con dignidad… Vale la pena insistir: una hospitalidad y una sencillez que enternecen; familia, vecindad, dialogo generacional. Una cimarronería urbana que no tiene porque explicarse, quizás se pueda vivir y contar algo de esa felicidad, de ese goce y ese placer gratuitos en el sentido profundo del vivir. Aquí hace presencia el viento que trae las viejas músicas, aquí se guarda un tesoro de la Cali que espera como si no lo hiciera...

 

Nota: Esta narrativa va dedicada a los obreros de Michelin quienes desde el barrio San Nicolás de Cali, albergados en carpas, defienden el futuro de sus familias y el derecho a no ser esquilmados.
 
 

jueves, 18 de julio de 2013

Viernes Aroma de Carnaval



Tus labios son ricos Melao de caña,

Tus labios son ricos Melao de caña,

 saben de rico panal, dulce miel azucarada…


El tiempo es una relación total con el cosmos, es la existencia; implica formas de estar en el mundo. El amanecer que nos trae el viento boreal, la mañana con sus soles, el medio día que brilla sudoroso; el atardecer, ese mundo vespertino que trae el retorno al hogar y el calor de una bebida que nos acoge en el ser doméstico que somos todos: ¿quieres un café?, ¿un matecito?, ¿un chocolate?, ¿un tecito?, ¿un aguardientico?, ¿un caipiriña?, ¿quizás una bebida frugal?, son preguntas presentes en ciertos momentos del día, indicadoras de una forma local de vivir el tiempo total como el andamio simbólico que nos circunda.
El tiempo moderno, dicen, es una forma de subjetividad espacializada donde se concentra  la vivencia compartida y medida – en segundos,  minutos, horas, meses, años, instantes, eternidades-, pero esta medida se manifiesta en relación con haceres, con sensaciones, emociones, objetos y vínculos que crean sentido. El reloj como invención produce la ficción de que hay un solo tiempo, pero eso en realidad no sucede, existen tiempos orgánicos que nos acunan en el mundo y que también ayudamos a hacer con nuestras propias convenciones y prácticas. Está claro que ese tiempo orgánico es el tiempo del ritual, es una construcción social relacional, que se arma con emociones compartidas, con imágenes y gestos comunales, con disputas de posición imaginaria, con formas de sentido que se heredan y se agencian, que permanecen transformándose…
Quizás lo que vivimos en medio de la naturalización del tiempo es una gran lucha entre formas de existencia; es decir, existen otros tiempos que se enfrentan recurrentemente con la rutinaria métrica del tiempo - reloj; tiempos que sediciosos abren espacios a una lucha por el sentido temporal, por el sentido histórico, por la significación de la vida. Así, como el río de Heráclito nunca es el mismo río, un año no es igual a otro, ni un segundo tiene la misma intensidad del anterior o del que vendrá. La vida son instantes insinuaba Borges. En particular, en la vida de ciudad se experimenta una gran confrontación entre el reloj y la sensación intima de un tiempo sin márgenes que se parece más al oleaje del mar, y que va con el clima, que se regula por el sol o la luna, que se mide en intensidad de sonidos o que sencillamente vivimos en colores; esta sensación se intensifica en la confrontación entre la ciudad formal y los territorios populares en los cuales la fisura, la ruptura del tiempo laboral se presenta con más fuerza y con más intensidad sensible.
Caminamos en los mundos populares entre la nostalgia y la fiesta, entre la añoranza, la melancolía y el carnaval; entre el dolor y el placer, entre la risa y el llanto; si de algo están hechas las ciudades no es solamente de cemento y vidrio, de escaparates y señales viales, sino sobre todo de risas y llantos, y de eso es que se alimentan los aromas de carnaval en las ciudades…
El aroma de carnaval en una ciudad como nuestra Cali se expresa en la esencia de un sabor que azota baldosas con aleteo de mariposas, digámonoslo claramente, la explosión del cuerpo en Cali puede pasar en cualquier tiempo: minuto, hora o día. Pero el viernes, “es viernes social”, y eso está marcado como el tiempo de salir a vacilar; día quinto de la semana, que proviene del latín Veneris, Venus diosa de la belleza y el amor; el día de venus esta ciudad se deja arropar por un clima y un sabor a carnavaleo que es homenaje a la brisa, al abrazo, a la risa desmedida, a la ingesta de alimentos en grasa, al consumo de “bebidas embriagantes”, al exceso controlado y/o descontrolado, al suave nena, suave suavecito nena; en todo caso el viernes Cali rompe el molde, rompe la camisa de fuerza, emerge como la ciudad increíble y pasa del verde al azul, al rojo, a la banda multicolor que envuelve el sabor variopinto de todas las etnias y culturas regionales que se mezclan en estas callecitas y avenidas entrañables ¿Cuánto sudor se tira al pavimento? ¿cuántos metros cúbicos de Blanco del Valle se podrán consumir un viernes en Cali?; es que si juntamos sudores, rones, aguardientes y fluidos de cebada con todo lo que corre por las venas de la ciudad, se podría hacer más correntoso cualquiera de los ríos que atraviesan de occidente a oriente este valle urbano .
Y es que desde la noche del Juernes las mentes piensan y los cuerpos se inflan, ¡mañana es viernes!, un no sé que no sé donde, un preparar, un preludio, un adviento, una imaginación que vuela, una fantasía que se pierde en su propia ensoñación, un esperar. Y el día llega…
El cuerpo desde que se levanta sabe que es viernes, se pone más ligero, se mueve rápido, como que está dispuesto a bailar desde que se levanta. Ese día el alma callejea, es como si hombres y mujeres de la ciudad asumiéramos nuestra indigencia cósmica. Ese día todo huele diferente, la gente se viste diferente.
El viernes el tiempo cambia, nos hace recorrer las propias calles, se siente un aroma que nos saca de la rutina. El tiempo se acelera, se vive más rápido. Hay expectativa en la noche, hay expectativa en la calle, hay adrenalina por lo que pueda suceder, por lo que se pueda encontrar; juega lo no planeado, lo no acordado, juega la sorpresa; el asombro reventando el cansancio. Como cuando está cerca el gol, hay aroma de carnaval.
Al mediodía, cuando la mañana ha cobrado velocidad y ha fenecido todo con págame, págame pues, con la carrera pa' vender lo último que queda de la mercancía, con el cierre del último papel, con el golpe de suerte, con el billetico de lotería, con el chance, con la última gestioncita de la semana, que pena me da, llega el cierre y se busca el mejor guisado, el mejor corrientazo, el mejor y más alborotado lugar para almorzar, incluso las invitaciones de almuerzo a casa suelen ser motivo de amotinamiento vecinal; pero también es cierto que los correos electrónicos y las redes sociales viajan más ligero, bailan sediciosas dando referencias, posiciones y santo señas para el encuentro; como nunca el viernes se regalan músicas. En esas argucias se va armando el plan, se arma con risas, se valoran las perdidas, se hacen las sumas y las restas; toca reír de sí mismos, del jefe y de los devaneos cotidianos que angustian y regocijan; es como un arqueo semanal que va prefigurando la invención de un relato que no ha sucedido, pero que ya sucedió la semana pasada y que seguramente después de que acontezca, seguirá pasando con unos tonos más bajos o más subidos, pero en el mismo registro musical en la misma temperatura corporal.
El viernes es como un arco iris de mil colores pasamos de la clave gris a los amarillos, los verdes, los rojos o azules cielo y claro, por supuesto, los violeta. Es que el viernes se abre una esperanza, vuelve a nacer cíclicamente una ilusión que florece con el nosotros, cada quien está ahí pero diluido en una comunalidad, a mí no me gusta la rumba desbocada, pero ver los amigos !uhhh! …
El viernes en otras partes es diferente. El día de la movida en otras partes es los sábados; incluso en algunos pueblos es los domingos pero aquí el quilombo se forma es los viernes, aunque mi papa dice que antes era más los sábados pero que esta ciudad se envalentonó y ya la rumba es todos los días… claro que el viernes esta ciudad se viste de rumbón…
Al atardecer el cielo caleño, el nuevo cielo, el azul de todos los colores, se exacerba entre  el sabor a mango viche, cebada, el olor a riego de yerbas que se le tira en la tarde a los negocios nocturnos y la luna que medio se deja ver coqueta y agraciada, como queriendo sacar al sol a bailar chirimía mientras este se evade a sus aposentos. El sol comienza su sueño y se vive la ampliación del espacio, los andenes le ganan terreno a las vías, la música de las salas rompe las paredes hasta el antejardín. Las cocinas hierven en frituras, se aparceran el comer y el beber. Se experimenta algo así como un desalojo del cuerpo que  va viajando entre músicas y ruidos urbanos. Se desordenan las rutinas funcionales, vemos los amigos con ojos de ternura, explota así una felicidad reprimida, que es chocar de manos, ensanche de caderas en la figura del cóncavo y convexo en el que siempre triunfa el amor abrazador de la luna y la calma no es posible, agita Cali.
Las tardes de viernes para mi huelen a sándalo, tienen el color del arco iris y me saben a lulada del parque de la novena, esa sensación que se siente cuando se viene la brisa, que parece lluvia con ese vientico un poquitín friito y ese humedecer la piel, eso es el viernes. ahhh pero si estoy en los días de mayor algarabía pues sencillo me huele a la hierba cortada, como cuando le pasan la guadaña a un prado alto que comienza a reverdecer. Eso, reverdecer es el viernes…
A mí me evoca los amigos de siempre y los amores viejos, los encuentros de los jóvenes en la seducción; como una espectadora la música que siempre será una compañera, el humo del cigarrillo que aunque mal hace, el placer es seductor, la brisa y sobre todo y por encima de cualquier consideración, la búsqueda en compincheria de una buena porción de algo que sea de sal; vivir la rumba, es alimentar el alma y saberse vivo

Al caer la noche llega la tregua, pasamos de esquinas, tiendas, oficinas, casas de ventanas y puertas abiertas, estancos, barras, cafés, panaderías, parques y andenes etc... a las fritanguerias, los puestos de comidas rápidas, los cenaderos tradicionales; las ventas ambulantes de empanadas hacen su agosto; puntos del sabor en los que fluye la candela y se vive el recargar fuerzas para la velocidad de la noche, desde esas plataformas toman pista raudos y veloces mil destinos que dibujados podríamos soñar como un big bang de coloridas lucecitas musicales que van y vienen juguetonas, chocando como campanitas de cristal

La noche del viernes florece, es el agite, el alboroto parce, lo que hay es otro estado de conciencia, la risa, el apretuje, la mirada que cambia, la velocidad de los colores, usted puede ir por la sexta y le suena la melodía, la quince es un taller de rumba, los barrios de abajo son una telaraña donde se socializa con músicas y almizcles de todo tipo; voy caminando por todas partes; nada puede retener la aglomeración; los más fifi se van de bar gourmet pero el viejotequeo del parque de la caña, el rumbón antillano de lucho Lenis en Junín, del Anacobero en Guayaquil, de la Neliteca en el obrero, y más de golpe las salsotecas del oriente son un hervidero, mientras que el eje de la quinta pasa por la Topa Tolondra, Don Beber (Eberth), TinTideo; las salas se llenan de rumbita pa todos los gustos; y si da la vuelta y usted puede seguir por la treinta y nueve hasta la Bodega Cubana o volver a los griles de la avenida Roosveelt, o que tal si pega pa Menga de remate, o pa' juancho... pues encuentra pa todos los gustos; mejor dicho esos son mis recorridos pero sé que soy injusto no hay ciudad en Colombia que aguante un incendio musical como el que se vive el viernes en Cali, con decirle que si tomamos una foto de arriba lo que veríamos es una psicodelia alborotada… ¡Ay yo quiero tener esa foto! 
En  fin, al amanecer muchas cosas pasan un viernes, muchas cosas pasan en la vida, pasa todo y no pasa nada; hay muchas personas a las que la rumba no les alborota en Cali,  pueden pasar por ese alboroto sin quemarse las alas; pero solo circulando por las calles un viernes, es posible enterarse de una experiencia ritual que le da sentido el arraigo caleño en el tiempo y el espacio, que es metáfora de sueños y esperanzas que revolucionan y manifiestan la vida tal y como la sentimos colectivamente por aquí…
A mí que me quiten el dominical, que me hagan trabajar el domingo si toca, que me pongan a madrugar todos los días, pero el viernes de la tarde al amanecer es mío, eso que no me lo toquen…
En la ciudad por unas horas todo se revuelve y se redefine, se vive otro tiempo y los espacios se desdoblan; tiempos y espacios que se transforman: se comparte más, se duele más, se ríe mas, se extraña más, se sueña más, se abraza más; la ciudad sensible que llevamos dentro se alborota, y como minotauro adolescente se revela del régimen del reloj y los ángeles y querubines que van por la cuadrícula se queman las alas, se amacizan como haciendo melao de caña en la plantación…
Y vos, ¿cómo vivís tu viernes?

Nota: el Abrazo para Liza, Elizabeth, Yamileth,  Alejandra, Bencho y Wilson entre vari@s amig@s que sacaron de su tiempo para compartir de corazón sus viernes con aroma de carnaval…