domingo, 9 de octubre de 2016

Adiós Madeira.





De esas cosas de la noche humedecida; no había cerca siquiera una esquirla de calor que te acogiera; había urgencia en la avenida de un carro amarillo que salvará del frío. En la soledad del andén uno de los tantos vehículos de servicio público que hay en la ciudad apareció de repente con la luz de LIBRE encendida. El carro estaba a media vida, en regular estado para ser un taxi; lo necesitaba con apremio y apareció cuando ya perdía las esperanzas de que alguno me parara.

Entre apresuradamente, al cerrar la puerta sentí el fogonazo de calor que envolvía todo el entorno; sonaba La vamo a tumba a todo volumen… Yo le hice de inmediato un comentario al conductor sobre lo decembrino de la música;  era un hombre de bastante edad, de cabellos plateados y de apariencia muy limpia.

-          Si le disgusta la apago – me dijo -

-          ¡Ni más faltaba hombre! Lo que pasa es que en la calle había silencio y frío y usted tiene movido este taxi, es cuestión de adaptarse no más, pero ese tema es sabroso. – Contesté-

Después de la canción bulliciosa siguió un fragmento de noticias. Yo le demande música para seguir animando el trayecto y escapar de la rutina informativa en un país a la deriva. Con la maña que da la  espera en un semáforo nocturno sacó de la guantera una memoria USB y la instaló en el equipo, graduó el tema y lo soltó: Puso Adiós Madeira y comenzó a tirar paso con la cabriola. El tema sonaba como los dioses en la ruta de La Autopista Sur.

Le pregunté automáticamente, por ese gusto, me parecía por la pinta que podría ponerme más  bien un bolero o un tango; el bailarín al volante me pregunto si era de por aquí y por mi edad. Le respondí con acertijos; enseguida sonriendo, mientras ya sonaba el dulcerito de Joe Quijano, vocalizando Paquito Guzmán, el viejo se me desdoblo: se presentó como don Manuel Borguil y me habló entre risa y dolor de su migración de Candelaria Valle a Caracas, como operario de una empresa naviera; dijo en breve como llego a  quedarse quince años en el Este de la capital venezolana entre gente de la clase trabajadora de los barrios San Agustín, La Pastora, y el 23 de Enero. Recordó sus noches caraqueñas escuchando y danzando mientras Ray Pérez tocaba en un barcito setentero o en una verbena popular a cielo abierto. Habló de su estadía de migrante, de los hijos extraviados, de ser ciudadano de tercera en un país de enclave petrolera gringa, de su familia en la distancia, de su sobrevivencia, de su gusto por la música “de verdad” que ahora solo disfruta en la sala de su casa, o en alguna ocasión en la cual la noche está fría y algún parroquiano le pide melodía para que pregone su memoria.

Le pague el doble de la carrera; El no entendió porque le daba más plata, Pero se fue contento y yo también.