Él roza el prado de un
sardinel abandonado -edad media,
sombrero de faena, uniforme de vigilante de vecindario-; son las siete de la mañana, algunos caminantes regresan
de breves trotes para disponerse a sus ocupaciones y él ya está haciendo
labores extras a su función de vigilar.
Ella sale de una casa en
niveles con una bolsa de basura, tiene vestimenta de colores con un delantal
blanco, de ropas cortas que resaltan sus atributos, piernas macizas, caderas
redondas, espaldas y hombros esbeltos, manos delgadas, piel cobriza, tendrá
unos treinta años y camina suave pero con movimientos de gacela, mira como
diosa de ébano.
Así las cosas, en el
preludio de un breve acontecimiento se merma la marcha, se observa el paisaje
desde una trastienda imperceptible, en el fondo de la historia, como haciendo
del caminar ordinario un lápiz lapicero que dibuja en la retina y el oído las
marcas de un sentir no articulado en palabras, sólo inteligible a saboreos del
mundo que se hacen aquí y ahora, sobre los cuales no se piensa fácilmente
porque el pensar va en las muecas y los guiños…
El hombre, común él, en sus
afanes de pronto se levanta, alza los brazos, pela las muelas, deja ver el
color desleído de su camisa entre sus sobacos, agita el corazón y pega
un grito cantado.
Amanda,
buenos días, aquí estoy yo tirando machete para ponerme en forma, a ver cuándo
me toca el turno.
En
segundos ella lo mira con desfachatez, la comisura de sus labios se inflama
mientras prepara un decir deletreado, como retando el viento caluroso que ya
atrapa la calle, casi solitaria; el reloj avanza la hora:
Umm,
vas a tener que rozar toda la ciudad y ¿quién sabe?
Él se
quita el sombrero, se lo pone en el pecho en un gesto ceremonial, esperanzado,
estira el cuello, suelta el machete de filo sobre el borde del andén, la mira
con furtiva expresión y como sediento le dice:
Pero ¿me espera?, para que valga la
pena…
Ella,
que a estas alturas tenía las manos en la cintura, los pechos inflados y los
pies empinados en un gesto provocador, casi asesino, hace un giro rápido en
dirección al portón de donde salió, diciendo:
Pues, no
se…
Él me
ve resignado, como
transeúnte casual que es testigo de un río de sentidos escondidos en cortas
palabras; ríe, se seca el sudor y dice a mi paso.
¡Ay Amanda! Así es, así fue…
Y yo
me fui recordando una canción, antes de cruzar en dirección a mi destino. Sandunguera/ se te va por encima la cintura/
no te muevas más así/ que te vas por encima del nivel/ y dicen que: a esa
muchacha no hay quien le ponga el freno/ que… ¿qué de qué?/ que si la dejas se
te lleva el baile entero/, que facilidad, mírala, mírala…
Y
seguimos los tres con la cadencia del despertar, con el sandungueo que se
arraiga en el cuerpo y se instala en la mirada y el oído, más allá de la
economía de las palabras; ritmo que nos persigue con el sol saliente, con
el prado y la maleza creciente, con la bolsa de basura que viaja con el afán de la
mañana.
La peligrosa coexistencia de un relleno sanitario y una reserva natural en Yotoco https://consejoderedaccion.org/sello-cdr/investigacion/la-peligrosa-coexistencia-de-un-relleno-sanitario-y-una-reserva-natural-en-yotoco#.YhrC9A4Dt24.whatsapp
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