viernes, 11 de septiembre de 2015

Sandunguera, sabor de vecindario…


Él roza el prado de un sardinel abandonado  -edad media, sombrero de faena, uniforme de vigilante de vecindario-; son las siete de la mañana, algunos caminantes regresan de breves trotes para disponerse a sus ocupaciones y él ya está haciendo labores extras a su función de vigilar.

Ella sale de una casa en niveles con una bolsa de basura, tiene vestimenta de colores con un delantal blanco, de ropas cortas que resaltan sus atributos, piernas macizas, caderas redondas, espaldas y hombros esbeltos, manos delgadas, piel cobriza, tendrá unos treinta años y camina suave pero con movimientos de gacela, mira como diosa de ébano.

Así las cosas, en el preludio de un breve acontecimiento se merma la marcha, se observa el paisaje desde una trastienda imperceptible, en el fondo de la historia, como haciendo del caminar ordinario un lápiz lapicero que dibuja en la retina y el oído las marcas de un sentir no articulado en palabras, sólo inteligible a saboreos del mundo que se hacen aquí y ahora, sobre los cuales no se piensa fácilmente porque el pensar va en las muecas y los guiños…

El hombre, común él, en sus afanes de pronto se levanta, alza los brazos, pela las muelas, deja ver el color desleído de su camisa entre sus sobacos, agita el corazón y pega un grito cantado.

Amanda, buenos días, aquí estoy yo tirando machete para ponerme en forma, a ver cuándo me toca el turno.
En segundos ella lo mira con desfachatez, la comisura de sus labios se inflama mientras prepara un decir deletreado, como retando el viento caluroso que ya atrapa la calle, casi solitaria; el reloj avanza la hora:

                 Umm, vas a tener que rozar toda la ciudad y ¿quién sabe?

Él se quita el sombrero, se lo pone en el pecho en un gesto ceremonial, esperanzado, estira el cuello, suelta el machete de filo sobre el borde del andén, la mira con furtiva expresión y como sediento le dice:

Pero ¿me espera?, para que valga la pena…

Ella, que a estas alturas tenía las manos en la cintura, los pechos inflados y los pies empinados en un gesto provocador, casi asesino, hace un giro rápido en dirección al portón de donde salió, diciendo:

Pues, no se…

Él me ve resignado, como transeúnte casual que es testigo de un río de sentidos escondidos en cortas palabras; ríe, se seca el sudor y dice a mi paso.

¡Ay Amanda! Así es, así fue…

Y yo me fui recordando una canción, antes de cruzar en dirección a mi destino. Sandunguera/ se te va por encima la cintura/ no te muevas más así/ que te vas por encima del nivel/ y dicen que: a esa muchacha no hay quien le ponga el freno/ que… ¿qué de qué?/ que si la dejas se te lleva el baile entero/, que facilidad, mírala, mírala…

Y seguimos los tres con la cadencia del despertar, con el sandungueo que se arraiga en el cuerpo y se instala en la mirada y el oído, más allá de la economía de las palabras; ritmo que nos persigue con el sol saliente, con el prado y la maleza creciente, con la bolsa de basura que viaja con el afán de la mañana.


Agita Cali

1 comentario:

  1. La peligrosa coexistencia de un relleno sanitario y una reserva natural en Yotoco https://consejoderedaccion.org/sello-cdr/investigacion/la-peligrosa-coexistencia-de-un-relleno-sanitario-y-una-reserva-natural-en-yotoco#.YhrC9A4Dt24.whatsapp

    ResponderEliminar