Preguntas
que pasan por el barrio viejo de San Nicolás, esa incunable escuela de la vida
sembrada de sabor criollo y de fiestas de adoración, en las cuales germinó y se
guarda aún el espíritu de ciudad, mientras los contemporáneos vemos como se
deteriora ahora la barriada para ser vendida barata después.
Se detienen
donde Lucho Lenis, don Lucho con William, Jairo y doña Nora, ahora trasladados
de Junín al Bretaña, haciendo culto a
esa relación de saboreo entre las tamales vallunos y el son, entre la rellena y
la pachanga, entre el ají y el guaguancó, entre la conversa y un bolero de
arrabal.
Van
por donde Mónica donde el amigo Fabio, que en medio de tipografías le hacen un
monumento al beso desgarrado, a la fiesta madura, al bolero que suena cuando ya
casi se cierran los ojos, como evocando el ayer de un eterno amanecer.
Celebra
un tango feroz presentado por la voz de don Fabio Tangarife, que hace mover
cortinas en las salas de casa, que rememora calendarios en los cuales la siesta
era obligatoria, recordando que la palabra cantina remite a una esquina del
alma para el canto y que hace que en cualquier momento del día o de la noche, alguien
pegue un grito dolido o enamorado en el taller o la tienda del costado.
Crónica
celebra el año nuevo con la culebra rumbera en el barrio Ulpiano Lloreda, donde
cientos de familias recuerdan el festival del que todos procedemos, y va a la
fiesta de la vaca en el Eduardo Santos donde Jhon Fernando y sus amigos
reparten carne con un espíritu dionisiaco en un celebratorio sacrificial del
don compartido que es la vida.
Pasa
por el Bem bem donde Samy, el Flaco Víctor, Hernando Junior y Don Hernando Collazos
mantienen viva una institución de la explosión salsera que, nacida en el barrio
Eduardo Santos en los años 70, ahora ilumina La Troncal de Aguablanca en el
Alfonso Barberena.
Se
detiene, con la luna que ilumina la calle cuarenta y cuatro, en la Ponceña,
donde Jorge y Fanny regalan generosamente montuno y guaguancó pal que sabe, en
un dar de beber músicas, en un regalar pregones, en un afinar el oído que es
sencillamente educación de los sentimientos y alimento espiritual.
Vive
en la inmarcesible rumba del oriente los domingos del Lavadero en San Marino,
donde Henio y Wilber animan ese rumbón orgullosamente negro que acoge la Tura
como se nombra al bello puerto del Pacifico, haciendo de una doble calzada un
rumbón de esquina tan sabroso como el pescado frito que venden sus vecinas.
Pasa
gozoso frente a Siloé por el 316, donde Don Polo pone melodías ancestrales
mientras se dejan ver como estrellas, las callecitas y las gradas del barrio
latino de la noche roja, embadurnadas de memorables luchas sociales; lugar
matancero donde se rinde culto a muchas músicas, pero se destaca el toque Anacobero
de Daniel Santos y la memoria melódica de Don Bienvenido Granda.
Aterriza
por la calle Quinta donde están: Don Heber, el Manicero y el nunca olvidado Tin
Tin Deo; se detiene a tomar nota y a aprender de las nuevas sensibilidades con
cabellos teñidos de azul y morado, donde Carlos Ospina expresa su poética
musical, en la Topa Tolondra; saluda al compadre Alex Zuluaga y a Mauricio Díaz
que combinan golpe en Míster Afinque y a Manolo Vergara en el clásico Habanero.
Esta
narrativa también se para a preguntar en la cita mensual de los sábados, en el
entrañable Salsa al Parque que doña Jovita comparte con el mito de los
estudiantes, a ver el encuentro de símbolos salseros, bailadores que arropan un
parque componedor de miles de encuentros y destinos.
Pasa
igualmente por los trazos de Jairsinho Caicedo, el hermano que ilustra
sensiblemente el recuerdo de nuestras noches juveniles, por el cuidado amoroso
que ha tenido Alfonso Moreno y su familia en la edición, y por las preguntas de
los equipos de Ciudad Abierta y Pirka donde William, Alfa, Bencho, Gildardo,
Juan Carlos, Juan Pablo, Eliana, José Luis, César, entre otros, mantenemos en el
tiempo un taller artesanal para pensar la ciudad que nos acoge.
Pero
la Crónica que pregunta sobre todo se pierde en el viernes cultural, día en que
toda la ciudad se viste de fiesta desde el atardecer y en el que un taller se
vuelve discoteca, se hace verbena de tienda, fiesta de estanco. Crónica se
pierde en las rutas de la noche que van tras el tesoro ritual de un decir y un
moverse que ya no cumple tareas, que rompe la cuadrícula del tiempo del reloj,
que manda al carajo al patrón porque la rumba extendida de esta nocturnidad
urbana no tiene jefes, ni jerarquías.
Dirán
ustedes que he vagado mucho en estos tiempos recogiendo relatos por estas rutas
con un relieve gobernado por Baco; en mi defensa y en la de todas y todos los
que me han acompañado, puedo decir que ha sido en medio de una hermandad y una
familiaridad que duele, que es escucha, que es abrazo bailado, degustando
salsitas de golpe, haciendo preguntas por el tejido vital que nos envuelve, y
¿qué hacemos si ahí siempre está la música?
Música
que es subjetividad desbordada; esa subjetividad que anima la escritura por
supuesto es transpersonal, la escritura así es milagrosa, dolorosa, festiva,
delicada. No hablo del libro por supuesto, hablo del escrito en la piel, de lo
que pasa con la sangre cuando bailamos, del mojar los labios al recordar una
canción, de escribir la vida con compases, liricas, y ritmos que nos median la
mirada, el oído, el tacto, la experiencia.
Por
eso este pueblo de palabras que hoy se comparte, es personal, tan personal como
colectivo, porque nuestras sensibilidades humanas son con otros o no son,
habitan en una comunalidad de sentimientos que viajan como espíritus aéreos,
como aires de familia, como sensaciones inatrapables, que incluso en las
palabras, siempre tienen un revés, una trastienda de la historia.
Crónica
Uno está hecho también de conversa, este alegato sensible recoge conversas íntimas
sobre el amigo que se fue, sobre la esposa que marchó, sobre la partida del
cantante entrañable. Habla a coro del barrio que fue derrumbado por la
voracidad del progreso, habla de la brevedad de la vida y de la locuacidad de
la muerte y estoy pensando en los tangos de final de la noche compartidos con
don Hernando Collazos, mientras miramos el tiempo a contrapelo.
Esto
es pues una construcción humana subjetiva, en medio de una ciudad formal que
tiende a homogenizar, a indiferenciar, a instrumentalizar la existencia. El
hecho de que esta escritura sea un asunto personal, busca dudar de la dureza
del conocimiento objetivante y de la construcción de verdades inamovibles,
también nos recuerda el gran problema de la ciudad deshumanizada, despersonalizada,
el gran vacío e impotencia que se siente ante la indiferencia, la violencia, el
clasismo que es la ruta del mal vivir impuesta por unos pocos. Por eso se
celebran en esta trama, las músicas mulatas y sus cultores, por eso este es
también un homenaje a hombres y mujeres que guardan para nosotros este
sentimiento melodioso del que estamos hechos y con el cual hacemos la vida en
la ciudad popular; porque portan humanidad, comunalidad, vecindad que es en
medio del artefacto urbano modernista y excluyente, un proyecto de sentido
colectivo y un sabor a esperanza.
Pero
estas crónicas son también el reconocimiento de unas cartografías sonoras y
corporales que son lugares de encuentro, relatos que viajan por los sentidos,
memoria viva que está en las letras de las músicas, en sus carátulas, en las
muescas de asientos, en la edad de los vasos de cristal, en la lucha entre el
tornamesa y la computadora, en la pelea entre el asiento de madera o de lámina
y el plástico industrial, que implica también lucha entre las comidas rápidas y
las empanadas de camarón o los aborrajados de maduro.
Cuerpo
que es necesidad, pero también deseo, cuerpo vibrante que define lugares en el
mundo, que tiene tumbao, que es estilo, manera particular de estar, que no es cualquier
formulita racional o tecnología de tele-ventas. Cuerpo que no obedece si no es
a una visual excesiva en sus formas, a un oler el mundo en sus almizcles, a una
sonoridad que es vinculo fundante, manera de estar que se vuelve destino
plural, vecindad de risas, camorra de esquina, barrio que se lleva hasta la
tumba, que se mueve por todas partes, que camina las palabras, que se baila una
desgracia, que celebra una derrota, cuerpo portento que rellena lagunas porque
es el único lugar que le dejaron en su despojo, memoria corporal que se lleva
con cadencia a una semio-praxis cotidiana que tiene la partitura de la calle y
que atesora en la ciudad el ritmo de litorales y maniguas desocupadas con las
armas, con las amenazas y con el enseñoreo de la muerte.
Ciudad
popular que enfrenta el espectro de la muerte, que hace con músicas y bailecitos
urgentes un acta del genocidio de nuestros jóvenes que mueren por miles cada
año, mientras la municipalidad pueril cuenta muertos. Ciudad en fiesta de dolor
que ríe y fantasea en su noche con otro mundo, que viene de atrás, con deseo informe, con-zumo no mero consumo que es
sabor en los labios, labor narrativa que se remonta a la desgracia y que hace
de su presencia arrebatada y sobreviviente el triunfo de los vencidos, de los
negados, de los manchados; fraseos, acompases y contoneos que van en búsqueda de
un mundo amado, de esa cultura popular que es sonora y corporal, que es sensibilidad
colectiva, que es ritual, celebración, celebración de nuestro mundo plebeyo,
afirmación de lo que nuestras músicas guardan para el futuro, la intuición de
los cambios que este país necesita, la vocación plebeya de cambiar el mundo
injusto en que vivimos.
En
ese sentido, estamos compartiendo la invitación a un taller colectivo para
pensar nuestros más profundos sentimientos y pasiones, aquello que a la vez nos
une y nos desencuentra cíclicamente, en una disputa identitaria inacabable arraigada en la lucha por la vida en la ciudad. Crónica uno, esto que es de la calle, que
tiene tiempo sereno, que es callejero, que es como el golpe rumbero, sincero,
ahora está por aquí festivo, para que bailen las preguntas, las conversas, los
recorridos, por esos espíritus que nos encuentran como pueblo, en este
vallecito urbano bonito, donde se baila bonito, se goza bonito, bonito…
Coda regalada por el viento que canta:
Crónica
Uno también habla de la vastedad, de la eternidad del lenguaje que es la
música. De la posibilidad de hacer la vida más allá de la muerte y la derrota,
de eternizar en el tiempo (así suene tautológico) sentidos y sensibilidades que
nos hacen, que nos atraviesan, que somos. Como en ningún otro lugar, Crónica
Uno da cuenta de la narrativa que es la salsa, el bolero, las músicas, esa
narrativa que se escribe con vellos erizados, con palpitaciones excesivas, con
lágrimas descontroladas y ojos de vez en cuando aguados en esta ciudad, no
habla sino que canta y tararea a veces entre dientes, otras a regañadientes y
las más a pulmón herido. Relato de la salsa y de otros sonidos transocéanicos
que no pueden escucharse sino con la piel y con el filo de la memoria. Crónica
Uno es como el saco que nos guarda la maraña de recuerdos vitales que somos…
Agosto 28 de 2015