Las
palabras nunca alcanzan
cuando
lo que hay que decir desborda el alma…
Julio
Cortázar
I
Cómo grita
la ciudad a las cinco y media por los trayectos de la calle quinta, cuando ruge
el león de nuestras iras, las ansias de nuestros destinos, así cada uno vaya
silencioso, como perdido en el cometa cósmico de las propias existencias;
siempre yendo y viniendo sin saber al final para donde vamos y donde estamos. Y
ahí en medio de ese devenir está el parque con su Jovita luminosa, vestida de
fiesta, coqueta, riendo de nuestras angustias, afanes y caminares.
Frondosos árboles arman siluetas con las luces de estadio que
gobiernan puentes, plazoletas, andenes, caminos y avenidas; huele a mariguana,
a chorizo, a arepa frita, a esmog y a alcohol carburante que destilan buses,
busetas y automóviles; grafiti sobre grafiti hacen de muros y paredes un palimpsesto
barroco que habla de la lucha por el nombre y la existencia en la ciudad. Particular
pareja hacen en el parque de los estudiantes el olvido público y el abigeato
urbano; una fuente de agua se ha vuelto charco sucio, unos puentecillos de
madera se han vuelto trampa mortal ante la falta de mantenimiento y los techos
empotrados debajo de los puentes han sido robados con una delicadeza sistemática,
así también las tapas de las cajas telefónicas que circundan el lugar.
Ese rugir es interrumpido, intervenido todos los primeros sábados
de cada mes desde hace tres años por gentes y músicas que llegan de las cuatro
esquinas de la Cali sedienta y tumultuosa que nos vive y vivimos; como jalados por
los vientos filtrados y arrebolados desde los majestuosos farallones, estos sábados
miles de personas cogen sentido comunal hacia un oasis musical con sus rugidos
corporales, trayendo en sus pieles las huellas de una trashumancia bañada entre
bramidos, con aguas de muchos ríos y senderos. La selva de cemento se regocija
entonces con la Salsa al Parque y llegan por el camino incierto los venadillos
descubriendo el mundo, los tigres y tigresas de afiladas y cansinas garras, ya
exhaustos de darle varias vueltas al
planeta; llegan aves de todas las especies, traídas por un jolgorio que
no cabe en el cuerpo.
Otros nos arrimamos sigilosos, observantes, y las
sensaciones nos arrojan los ecos de una experiencia callejera inatrapable; qué inatrapable sos, qué escurridiza sos, solo los cueros en su ardor veloz te logran concitar, y siempre que estas
melodías te miman se te ve voluptuosa como Jovita, pero también ambigua, feliz
y rabiosa a la vez, tan insoportable y colérica que no cabes ni en el cuerpo del
parque que te canta desbordado, subiendo la voz, en un arrullo que trastoca las
paternidades y fluye en ritmos parceros que se reconocen desde lejos; ahí no
hay confusión y es la música el registro, la modulación básica del encuentro.
II
Músicas con apellidos, con nombres propios, con espectros de mas
allá, cantos natales que actualizan la memoria silenciosa que habla de la
historia de los míos, de las aventuras recientes, del sendero del cual vengo, de
mi lugar en la aldea; música que es pertenencia de la cual nos vamos nutriendo
en la mar de cemento, que resiste al rugido
del horror, que permite domar la bestia enorme que nos carcome; música que se
hace piel, animalidad que abraza y suspira, que grita su sangre y la comparte;
seminalidad palpable, invención de pasiones que brotan a borbotones. Llamados
de invocación y cantos de alabanza, ofrendas tiradas al puente entre los árboles
de los secretos y los vientos de la
avenida; mensajes que se esconden en las músicas, fuegos compartidos a la orilla
del andén, historias contadas en pregón.
Ritmos y melodías que se niegan al olvido, que no se conforman,
ni se lamentan de nada, que no se detienen en ninguna curva; canción viajera
por las líneas difusas del asombro y la extrañeza; cambio de paso, que guarda
su savia en los jugos de torsos revueltos y alborotados; mucho más que la
métrica de sus saqueadores, mercaderes, buscadores de fortuna y vendedorcitos que poco suman a un movimiento que circula en el tiempo desandando
espacios, que viene del mar, que viajó confuso en el barco, que hace del cielo
abierto su templo urbano, su reino en los cielos melodiosos, que se cura con rumba
a pesar de las autoridades de la ciudad y de las creencias convencionales, de
las fuerzas del orden, de nosotros mismos dominados a la fuerza de consumos y
moditas, obligados a la servidumbre del reloj, el celular, el escaparate, el
televisor, y la pantalla del computador.
Por eso este parque revoltoso es una oda de las gentes al
paso de navegantes, a los sobrevivientes del naufragio, a demasiados cuerpos
que aún no terminan de conocerse. Bandas trashumantes, compuestas por recién
llegados, con alientos rebeldes y aguerridos, cimarrones, mundos diferentes
cuya sombra llega cuando se apaga el sonido. Lugar ajeno al dolor y a las
desdichas del pasado, realidad que se asoma a la vida con una lengua propia, construida
de gritos y silencios, de olvidos y memoria, de balbuceos y llanto, palabras
que son emblemas, tierras abandonadas, casas sudadas, juguitos de fruta,
bebidas caseras, corrientes de agua, andenes, mareas y oleaje de bajamar, de
tiendita de barrio, de taller abandonado. Realidad de palabras sin equivalencias,
de historia propia a veces relegada, de sonidos que en la vigilia o en el sueño,
nombran.
Nombrar que es revelación, narrar que es pensar, vivir que es
como poner las columnas y techos de la casa que serán hogar del alma, donde nos
hacemos a una caparazón que habita nuestros miedos y los devaneos inscritos con
la sangre que se nos viene a los labios. Pero ¿quién hace siluetas con estas
melodías?, ¿quién es el artista? Podrá ser una herejía decir que el arte solo
existe en medio de esa amalgama amorfa y colectiva que es masa en destello de
colores que danzan; lo demás, eso de ser alguien, quizás sea desespero o enajenación
de minotauro al que nadie visita y que por lo tanto se desliza en el líquido espejo,
en el lizo reflejo de su propia imagen.
Es lo común lo que baila, un nosotros difuso y espeso,
ilegible; el arte aquí está en un bailar comunal que nunca es solipsismo ni
virtuosismo de escuela; bailan las manos entrelazadas, bailan las ropas con la
brisa, se baila con la sonrisa, de la cabeza a la punta del pie, se dispersan
en acrobacias los cabellos, duelen los talones, se abrazan los muslos, se
amaciza el silencio entre las voces deletreadas, se baila también con los ojos
cerrados dejándose llevar por la imaginería sublime que junta lo diverso en un
ancestro cruzado, en una historia cruzada de esquina a esquina; por eso la que
baila por aquí es toda la ciudad.
III
El arte así sentido habita este lugar sobre el lugar que
implica músicas sobre músicas. Lugar del plano cotidiano que es centro de muchos
territorios acrisolados, por ejemplo en el Mio que va y viene entre motoratones
y piratas, en el club hospital que protege niños de la pobresía, en el fluir
que va del Bulevar del Rio Cali, la Colina de San Antonio, la Loma de la Cruz y
su pasar de la Topa de Carlitos, a la bahía de Don Beber y el Manisero, para después
diluirse por la Roosevelt y el Parque las Banderas; todo ello girando en torno
al oloroso Parque memorioso; pero también está el otro lugar, el de los primeros
sábados del mes que es testimonio de una ciudad de muchos rincones que se
busca, que trata de encontrarse entre los pasos, las marcas en los ojos, los
gritos y los callares, las muertes y los nacimientos, la vida sin palabras, sin
voluntad, sin marco teórico, sin fundamento fundamental, habitada por inventores
de reinos urbanos y de mundos de existencia herida y cuya gesta en la tierra nadie
agradecerá.
Seres que llegan con los ecos del sol, traídos por las musas de las
lunas, haciendo una ceremonia de la pluralidad de vidas presentadas en cadena de
haceres; aprender a bailar, regalar un beso, recordar el bailar, chocar las
manos entre corazones que suenan; acompañar el baile que va solo con campanas y
maracas, olvidar dolores con alegrías en movimientos guiados por los vientos, cantando
para que los luceros del firmamento estén contentos; bailar por las calles con las músicas
viajeras tras complicidad de la noche. La noche que entre más oscura más
resplandeciente inducida a una atmósfera concentrada en los sonidos de una
consola mágica maravillosa.
Noche de la luna en la ciudad, sin silencio. Con duendecillos
que hacen brillar cabelleras y dejan escapar gritos breves, risas desordenadas,
voces que viajan con la brisa, voces que trasmutan en otras voces; es la
memoria larga que está tallando las ínfulas de la ciudad engreída, la de los funcionarios
que no alcanzan a distinguir una calle de otra, porque en sus ojos tienen una
venda con la imagen fija de una metrópoli cosmopolita que no existe en ninguna parte
por estos parajes; por eso, en este parque que medio nombro, la noche segura no
se la confía a la guardia, se le entrega al fluir de la música natal, a la cuna
del sentido que viene y va, que viaja con la intimidad de barrio, aquella que
asedia la irrealidad de la ciudad letrada.
Qué bueno es sentir tras un montuno el desvanecimiento de la
ciudad formal, ver cómo se taladran en la fiesta callejera los cimientos de las
jerarquías urbanas, se siente bien palpar cómo los cuerpos se abren a las
ventanas de la experiencia sensible que ya no es más de unos pocos; qué
victoria oír en murmullo las potencias críticas de la ciudad. Goce que se sale
del molde rutinario para celebrar la existencia, ritual de manigua infiltrado
en la urbe que deja los muros agrietados del frenesí.
Decía algún intelectual en la Europa de la posguerra, después
de Auschwitz, que escribir poesía ¡nunca jamás¡ Qué bueno levantarlo de su
sepulcro y traerlo un sábado a Salsa al Parque para que sepa que la poesía
reverbera entre cuerpos que bailan y que no está vencido un pueblo que canta con
la mirada y baila con el rostro y las palabras, en medio de una imaginación
sublime; aquí, en medio de la revoltura de una plaza inventada como cuerpo
popular, es bueno sentir que aun esta por emerger, en medio de la noche, el
tiempo de los condenados de la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario